martes, 21 de agosto de 2012

El niño proletario

Osvaldo Lamborghini 

 

Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria.
Me congratulo por eso de no ser obrero, de no haber nacido en un hogar proletario.
El padre borracho y siempre al borde de la desocupación, le pega a su niño con una cadena de pegar, y cuando le habla es sólo para inculcarle ideas asesinas. Desde niño el niño proletario trabaja, saltando de tranvía en tranvía para vender sus periódicos. En la escuela, que nunca termina, es diariamente humillado por sus compañeros ricos. En su hogar, ese antro repulsivo, asiste a la prostitución de su madre, que se deja trincar por los comerciantes del barrio para conservar el fiado.
En mi escuela teníamos a uno, a un niño proletario.
Stroppani era su nombre, pero la maestra de inferior se lo había cambiado por el de ¡Estropeado! A rodillazos llevaba a la Dirección a ¡Estropeado! cada vez que, filtrado por el hambre, ¡Estropeado! no acertaba a entender sus explicaciones. Nosotros nos divertíamos en grande.
Evidentemente, la sociedad burguesa, se complace en torturar al nino proletario, esa baba, esa larva criada en medio de la idiotez y del terror.
Con el correr de los años el niño proletario se convierte en hombre proletario y vale menos que una cosa. Contrae sífilis y, enseguida que la contrae, siente el irresistible impulso de casarse para perpetuar la enfermedad a través de las generaciones. Como la única herencia que puede dejar es la de sus chancros jamás se abstiene de dejarla. Hace cuantas veces puede la bestia de dos espaldas con su esposa ilícita, y así, gracias a una alquimia que aún no puedo llegar a entender (o que tal vez nunca llegaré a entender), su semen se convierte en venéreos niños proletarios. De esa manera se cierra el círculo, exasperadamente se completa.
¡Estropeado!, con su pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo y los periódicos bajo el brazo, venía sin vernos caminando hacia nosotros, tres niños burgueses: Esteban, Gustavo, yo.
La execración de los obreros también nosotros la llevamos en la sangre.
Gustavo adelantó la rueda de su bicicleta azul y así ocupó toda la vereda. ¡Estropeado! hubo de parar y nos miró con ojos azorados, inquiriendo con la mirada a qué nueva humillación debía someterse. Nosotros tampoco lo sabíamos aún pero empezamos por incendiarle los periódicos y arrancarle las monedas ganadas del fondo destrozado de sus bolsillos. ¡Estropeado! nos miraba inquiriendo con la cara blanca de terror
oh por ese color blanco de terror en las caras odiadas, en las fachas obreras más odiadas, por verlo aparecer sin desaparición nosotros hubiéramos donado nuestros palacios multicolores, la atmósfera que nos envolvía de dorado color.
A empujones y patadas zambullimos a ¡Estropeado! en el fondo de una zanja de agua escasa. Chapoteaba de bruces ahí, con la cara manchada de barro, y. Nuestro delirio iba en aumento. La cara de Gustavo aparecía contraída por un espasmo de agónico placer. Esteban alcanzó un pedazo cortante de vidrio triangular. Los tres nos zambullimos en la zanja. Gustavo, con el brazo que le terminaba en un vidrio triangular en alto, se aproximó a ¡Estropeado!, y lo miró. Yo me aferraba a mis testículos por miedo a mi propio placer, temeroso de mi propio ululante, agónico placer. Gustavo le tajeó la cara al niño proletario de arriba hacia abajo y después ahondó lateralmente los labios de la herida. Esteban y yo ululábamos. Gustavo se sostenía el brazo del vidrio con la otra mano para aumentar la fuerza de la incisión.
No desfallecer, Gustavo, no desfallecer.
Nosotros quisiéramos morir así, cuando el goce y la venganza se penetran y llegan a su culminación.
Porque el goce llama al goce, llama a la venganza, llama a la culminación.
Porque Gustavo parecía, al sol, exhibir una espada espejeante con destellos que también a nosotros venían a herirnos en los ojos y en los órganos del goce.
Porque el goce ya estaba decretado ahí, por decreto, en ese pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo gris, mugriento y desflecado.
Esteban se lo arrancó y quedaron al aire las nalgas sin calzoncillos, amargamente desnutridas del niño proletario. El goce estaba ahí, ya decretado, y Esteban, Esteban de un solo manotazo, arrancó el sucio tirador. Pero fue Gustavo quien se le echó encima primero, el primero que arremetió contra el cuerpiño de ¡Estropeado!, Gustavo, quien nos lideraría luego en la edad madura, todos estos años de fracasada, estropeada pasión: él primero, clavó primero el vidrio triangular donde empezaba la raya del trasero de ¡Estropeado! y prolongó el tajo natural. Salió la sangre esparcida hacia arriba y hacia abajo, iluminada por el sol, y el agujero del ano quedó húmedo sin esfuerzo como para facilitar el acto que preparábamos. Y fue Gustavo, Gustavo el que lo traspasó primero con su falo, enorme para su edad, demasiado filoso para el amor.
Esteban y yo nos conteníamos ásperamente, con las gargantas bloqueadas por un silencio de ansiedad, desesperación. Esteban y yo. Con los falos enardecidos en las manos esperábamos y esperábamos, mientras Gustavo daba brincos que taladraban a ¡Estropeado! y ¡Estropeado! no podía gritar, ni siquiera gritar, porque su boca era firmernente hundida en el barro por la mano fuerte militari de Gustavo.
A Esteban se le contrajo el estómago a raíz de la ansiedad y luego de la arcada desalojó algo del estómago, algo que cayó a mis pies. Era un espléndido conjunto de objetos brillantes, ricamente ornamentados, espejeantes al sol. Me agaché, lo incorporé a mi estómago, y Esteban entendió mi hermanación. Se arrojó a mis brazos y yo me bajé los pantalones. Por el ano desocupé. Desalojé una masa luminosa que enceguecía con el sol. Esteban la comió y a sus brazos hermanados me arrojé.
Mientras tanto ¡Estropeado! se ahogaba en el barro, con su ano opaco rasgado por el falo de Gustavo, quien por fin tuvo su goce con un alarido. La inocencia del justiciero placer.
Esteban y yo nos precipitamos sobre el inmundo cuerpo abandonado. Esteban le enterró el falo, recóndito, fecal, y yo le horadé un pie con un punzón a través de la suela de soga de alpargata. Pero no me contentaba tristemente con eso. Le corté uno a uno los dedos mugrientos de los pies, malolientes de los pies, que ya de nada irían a servirle. Nunca más correteos, correteos y saltos de tranvía en tranvía, tranvías amarillos.
Promediaba mi turno pero yo no quería penetrarlo por el ano.
—Yo quiero succión —crují.
Esteban se afanaba en los últimos jadeos. Yo esperaba que Esteban terminara, que la cara de ¡Estropeado! se desuniera del barro para que ¡Estropeado! me lamiera el falo, pero debía entretener la espera, armarme en la tardanza. Entonces todas las cosas que le hice, en la tarde de sol menguante, azul, con el punzón. Le abrí un canal de doble labio en la pierna izquierda hasta que el hueso despreciable y atorrante quedó al desnudo. Era un hueso blanco como todos los demás, pero sus huesos no eran huesos semejantes. Le rebané la mano y vi otro hueso, crispados los nódulosfalanges aferrados, clavados en el barro, mientras Esteban agonizaba a punto de gozar. Con mi corbata roja hice un ensayo en el coello del niño proletario. Cuatro tirones rápidos, dolorosos, sin todavía el prístino argénteo fin de muerte. Todavía escabullirse literalmente en la tardanza.
Gustavo pedía a gritos por su parte un fino pañuelo de batista. Quería limpiarse la arremolinada materia fecal conque ¡Estropeado! le ensuciara la punta rósea hiriente de su falo. Parece que ¡Estropeado! se cagó. Era enorme y agresivo entre paréntesis el falo de Gustavo. Con entera independencia y solo se movía, así, y así, cabezadas y embestidas. Tensaba para colmo los labios delgados de su boca como si ya mismo y sin tardanza fuera a aullar. Y el sol se ponía, el sol que se ponía, ponía. Nos iluminaban los últimos rayos en la rompiente tarde azul. Cada cosa que se rompe y adentro que se rompe y afuera que se rompe, adentro y afuera, adentro y afuera, entra y sale que se rompe, lívido Gustavo miraba el sol que se moría y reclamaba aquel pañuelo de batista, bordado y maternal. Yo le di para calmarlo mi pañuelo de batista donde el rostro de mi madre augusta estaba bordado, rodeado por una esplendente aureola como de fingidos rayos, en tanto que tantas veces sequé mis lágrimas en ese mismo pañuelo, y sobre él volqué, años después, mi primera y trémula eyaculación.
Porque la venganza llama al goce y el goce a la venganza pero no en cualquier vagina y es preferible que en ninguna. Con mi pañuelo de batista en la mano Gustavo se limpió su punta agresiva y así me lo devolvió rojo sangre y marrón. Mi lengua lo limpió en un segundo, hasta devolverle al paño la cara augusta, el retrato con un collar de perlas en el cuello, eh. Con un collar en el cuello. Justo ahí.
Descansaba Esteban mirando el aire después de gozar y era mi turno. Yo me acerqué a la forma de ¡Estropeado! medio sepultada en el barro y la di vuelta con el pie. En la cara brillaba el tajo obra del vidrio triangular. El ombligo de raquítico lucía lívido azulado. Tenía los brazos y las piernas encogidos, como si ahora y todavía, después de la derrota, intentara protegerse del asalto. Reflejo que no pudo tener en su momento condenado por la clase. Con el punzón le alargué el ombligo de otro tajo. Manó la sangre entre los dedos de sus manos. En el estilo más feroz el punzón le vació los ojos con dos y sólo dos golpes exactos. Me felicitó Gustavo y Esteban abandonó el gesto de contemplar el vidrio esférico del sol para felicitar. Me agaché. Conecté el falo a la boca respirante de ¡Estropeado! Con los cinco dedos de la mano imité la forma de la fusta. A fustazos le arranqué tiras de la piel de la cara a ¡Estropeado! y le impartí la parca orden:
—Habrás de lamerlo. Succión—
¡Estropeado! se puso a lamerlo. Con escasas fuerzas, como si temiera hacerme daño, aumentándome el placer.
A otra cosa. La verdad nunca una muerte logró afectarme. Los que dije querer y que murieron, y si es que alguna vez lo dije, incluso camaradas, al irse me regalaron un claro sentimiento de liberación. Era un espacio en blanco aquel que se extendía para mi crujir.
Era un espacio en blanco.
Era un espacio en blanco.
Era un espacio en blanco.
Pero también vendrá por mí. Mi muerte será otro parto solitario del que ni sé siquiera si conservo memoria.
Desde la torre fría y de vidrio . De sde donde he con templado después el trabajo de los jornaleros tendiendo las vías del nuevo ferrocarril. Desde la torre erigida como si yo alguna vez pudiera estar erecto. Los cuerpos se aplanaban con paciencia sobre las labores de encargo. La muerte plana, aplanada, que me dejaba vacío y crispado. Yo soy aquel que ayer nomás decía y eso es lo que digo. La exasperación no me abandonó nunca y mi estilo lo confirma letra por letra.
Desde este ángulo de agonía la muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente lógico y natural. Es un hecho perfecto.
Los despojos de ¡Estropeado! ya no daban para más. Mi mano los palpaba mientras él me lamía el falo. Con los ojos entrecerrados y a punto de gozar yo comprobaba, con una sola recorrida de mi mano, que todo estaba herido ya con exhaustiva precisión. Se ocultaba el sol, le negaba sus rayos a todo un hemisferio y la tarde moría. Descargué mi puño martillo sobre la cabeza achatada de animal de ¡Estropeado!: él me lamía el falo. Impacientes Gustavo y Esteban querían que aquello culminara para de una buena vez por todas: Ejecutar el acto. Empuñé mechones del pelo de ¡Estropeado! y le sacudí la cabeza para acelerar el goce. No podía salir de ahí para entrar al otro acto. Le metí en la boca el punzón para sentir el frío del metal junto a la punta del falo. Hasta que de puro estremecimiento pude gozar. Entonces dejé que se posara sobre el barro la cabeza achatada de animal.
—Ahora hay que ahorcarlo rápido —dijo Gustavo.
—Con un alambre —dijo Estebanñ en la calle de tierra don de empieza el barrio precario de los desocupados.
—Y adiós Stroppani ¡vamos! —dije yo.
Remontamos el cuerpo flojo del niño proletario hasta el lugar indicado. Nos proveímos de un alambre. Gustavo lo ahorcó bajo la luna, joyesca, tirando de los extremos del alambre. La lengua quedó colgante de la boca como en todo caso de estrangulación.

Del libro “Sebregondi retrocede”, de Osvaldo Lamborghini, publicado en 1973 © herederos de Osvaldo Lamborghini

jueves, 19 de abril de 2012

CONSTRUCCIÓN




Amó aquella vez como si fuese última,

besó a su mujer como si fuese última,
y a cada hijo suyo cual si fuese el único,
y atravesó la calle con su paso tímido.

Subió a la construcción como si fuese máquina,
alzó en el balcón cuatro paredes sólidas,
ladrillo con ladrillo en un diseño mágico,
sus ojos embotados de cemento y lágrima.

Sentóse a descansar como si fuese sábado,
comió su pobre arroz como si fuese un príncipe,
bebió y sollozó como si fuese un náufrago,
danzó y se rió como si oyese música
y tropezó en el cielo con su paso alcohólico.

Y flotó por el aire cual si fuese un pájaro,
y terminó en el suelo como un bulto fláccido,
y agonizó en el medio del paseo público.
Murió a contramano entorpeciendo el tránsito.

Amó aquella vez como si fuese el último,
besó a su mujer como si fuese única,
y a cada hijo suyo cual si fuese el pródigo,
y atravesó la calle con su paso alcohólico.

Subió a la construcción como si fuese sólida,
alzó en el balcón cuatro paredes mágicas,
ladrillo con ladrillo en un diseño lógico,
sus ojos embotados de cemento y tránsito.

Sentóse a descansar como si fuese un príncipe,
comió su pobre arroz como si fuese el máximo,
bebió y sollozó como si fuese máquina,
danzó y se rió como si fuese el próximo
y tropezó en el cielo cual si oyese música.

Y flotó por el aire cual si fuese sábado,
y terminó en el suelo como un bulto tímido,
agonizó en el medio del paseo náufrago.
Murió a contramano entorpeciendo el público.

Amó aquella vez como si fuese máquina,
besó a su mujer como si fuese lógico,
alzó en el balcón cuatro paredes fláccidas,
Sentóse a descansar como si fuese un pájaro,
Y flotó en el aire cual si fuese un príncipe,
Y terminó en el suelo como un bulto alcohólico.
Murió a contramano entorpeciendo el sábado.

La Poesía Es Un Arma Cargada De Futuro



La Poesía Es Un Arma Cargada De Futuro

de Gabriel Celaya

Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmado,
como un pulso que golpea las tinieblas,
cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.
Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo.
Con la velocidad del instinto,
con el rayo del prodigio,
como mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo idéntico a sí mismo.
Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.
Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo.
Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.
Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.
Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso con técnica qué puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.
Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.
No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.
Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos. 


Un oscuro día de justicia


por Rodolfo Walsh 

Cuando llegó ese oscuro día de justicia, el pueblo entero despertó sin ser llamado. Los ciento treinta pupilos del Colegio se lavaron las caras, vistieron los trajes azules del domingo y formaron fila con la rapidez y el orden de una maniobra militar que fuera al mismo tiempo una jubilosa ceremonia: porque nada debía interponerse entre ellos y la ruina del celador Gielty.
En la penumbra de la capilla olorosa a cedro y a recién prendidos cirios el celador Gielty seguía rezando de rodillas como rezó toda la noche. Escurridizo Dios afluía y escapaba de sus manos, acariciándolo igual que a un chico enfermo, maldiciéndolo como a un réprobo o deslizando en su cabeza esa idea intolerable, que no era a Él a quien rezaba, sino a sí mismo y su flaqueza y su locura.
Porque si bien los signos no fueron evidentes para todos, el celador Gielty venía enloqueciendo en los últimos tiempos. Su cerebro fulguraba noche y día como un soplete, pero lo que hizo de él un loco no fue el resultado de esa actividad sino el hecho de que iba consumiéndose en fogonazos de visión, como un ciego trozo de metal sujeto a una corriente todopoderosa y llameando hasta la blancura mientras buscaba su extinción y su paz.
Y ahora rezaba sintiendo venir a Malcolm como lo había sentido venir a través de la bruma de los días de las semanas, y tal vez de los meses de los años, viniendo y aumentando para conocer y castigar: el hombre cuya cara se multiplicaba en los sueños y los presentimientos diurnos, en las formas de la nube o el reflejo del agua. Astuto y seguro venía, labios tachados por un dedo, sin quebrar un palito del tiempo.
En el dormitorio chico los doce internos a cargo del celador Gielty estuvieron solos toda la noche. Eran los más pequeños del Colegio salvo O’Grady, Malone y el Gato, que llegaron tarde, cuando no quedaban camas en el dormitorio grande, lugar para la amistad, uvas en la viña: triste descarte de escondidas historias de muerte y repudio perdidas en la leyenda del verano.
El celador Gielty había subido apenas un minuto para verlos arrodillarse en sus camisones y recitar la oración nocturna que imploraba a Dios la paz y el sueño o al menos, la merced de no morir en pecado mortal y cuando la palabra amén huyó aleteando por la única banderola abierta, fue hacia el Gato, que sin desvertirse esperaba como de costumbre y le dijo:
—Acostate vos también,
y entonces el pequeño Collins lo vio acercarse hasta sentir en la frente su cálido aliento y una mirada más que nunca desesperada y terrible, burlona o amorosa. Sus dientes centellearon bajo el bigote rojo:
—No habrá Ejercicio esta noche,
y se fue, y bajó a rezar en la capilla.
Primer indicio que tuvo el pueblo de que el celador presentía la llegada de Malcolm. Porque el secreto de la llegada de Malcolm a Gielty descansaba hasta entonces día y noche contra el corazón del pequeño Collins, en el relicario que vació de pelos y de uñas de santos muertos para guardar el papelito en que Malcolm anunciaba que venía.
No habiendo Ejercicio esa noche, ni autoridad a la vista, el Gato sacó un pucho y fumó sentado en la cama, mientras sus largos ojos relampagueaban amarillos, se entornaban con pereza y volvían a dilatarse contra el burbujeante fermento de ira que brotaba de las camas vecinas, queriendo volverse grande y terrible, diluyéndose en cambio por falta de número en estériles murmullos o en el sofocado pedorreo que surgió en la punta donde estaba la cama de Scally, la almohada donde Scally escondía la cara. Al Gato no le importaba, ni tenía miedo. Era fuerte ahora, seguro de sí mismo, los estigmas de su cabeza habían desaparecido con el recuerdo de pasadas humillaciones, el guardapolvo le ajustaba mejor, y aunque nunca engordaría, estaba crecido, saludable y despegado. De modo que cuando Collins fue más allá de sí mismo y quiso arrastrar al grupo contra el Gato, descubrió que sólo en la teoría del alma estaban con él, y que eso no era bastante. Y así sucedió que el mismo Collins, sobrino y delegado de Malcolm, profeta de su arribo, debió posponer toda idea de castigar al Gato quien al fin no era más que instrumento de Gielty en la diversión siempre sangrienta que llamaban el Ejercicio.
Cuyo comienzo databa de dos meses atrás, después que el Gato llegó al Colegio, fue perseguido, golpeado, curado, hizo sus cálculos, indagó en la médula de la autoridad hasta descubrir una honda corriente de afinidad fluyendo entre él y ese hombre ancho, colorado y loco, con quien no cambió una sonrisa ni tal vez una palabra hasta aquella noche en que el celador Gielty se paseó entre los chicos que terminaban de desvestirse, dos libros bajo el brazo y una idea prendida en la cara:
—¿Qué les parece si armamos una peleíta muchachos?, poniendo en marcha un tren de sorpresas, pues a quién se le ocurría pelear de noche en ei dormitorio, en vez de pedir al padre Fagan los guantes que el padre Fagan siempre estaba dispuesto a dar, fijando el día y la hora, a todo el que quisiera boxear en el patio bajo los ojos apropiados y las reglas, y sin embargo,
—¿Qué les parece, eh?,
y sólo entonces Mullahy, que era el lenguaraz de la gente, se atrevió a preguntar:
—¿Con guantes, señor?
—Oh no, no con guantes —dijo el celador Gielty— , nada de guantes, que son para mujercitas y no para ustedes, que aun siendo los más pequeños del Colegio, deben aprender a pelear y abrirse un camino en la vida, porque Dios ordena —y aquí palmeó uno de los libros, que era grande y de tapas negras— que las más fuertes de sus creaturas sobrevivan y las más débiles perezcan, como dice este otro libro —que palmeó— escrito por un hombre que conocía la voluntad de Dios mejor que los sacerdotes de la Iglesia, aunque algunos sacerdotes de la Iglesia no lo acepten. En cuanto a mí, hijos míos, no quiero que ninguno de ustedes, que ahora me miran tan indefensos, ignorantes y tontos, perezca antes de su hora; y por lo tanto que ninguno de ustedes sea un pelele traído y llevado por los tiempos o la voluntad de los hombres como una oruga que arrastra el arroyo, sino que aprendan a ser fuertes y resistir incluso cuando el mundo empieza a derrumbarse, como yo lo he visto derrumbarse y por momentos lo veo todavía, estallando y desmigajándose en ardientes pedazos, pero matando sólo a los flojos, inservibles y miserables. ¿Qué les parece entonces si armamos una peleíta?
Y ahora el pueblo, o esa pequeña parte del pueblo, arrastrado por el sonido de las palabras más que por las palabras mismas que apenas entendió, pero más capturado todavía por la expresión atormentada y anhelante en la cara del celador Gielty, la gota de fuego en cada ojo, el erizamiento del bigote y el pelo de cobre, estalló en una gran ovación que él mismo suprimió en seguida.
—Porque esto debe quedar entre ustedes y yo, hijos míos, y ¿quiénes van a pelear?
Todos alzaron la mano. La mirada del celador Gielty anduvo entre las caras inexpresivas y mudas hasta encontrarse con la del Gato, donde se demoró en apreciativo reconocimiento de la historia pasada y el mérito presente:
—Así que ya no te asusta una trompada.
El Gato hundió el pescuezo entre los hombres y pronunció aquellas tres palabras con que había engañado al pueblo una noche memorable:
—Peleo con cualquiera,
sólo que ahora era cierto, y todo el mundo lo sabia: el celador Gielty observó que los chicos más chicos estaban bajando la mano y haciéndose los distraídos, salvo Malone y O’Grady, que hubieran querido imitarlo pero no podían porque aún eran los depositarios de un prestigio fundado en el tamaño o la edad si no en la carga de expectativa que los demás depositaban en ellos, y por lo tanto mantuvieron en alto los brazos que temblaban un poco, mientras el tiempo crecía hasta volverse intolerable, y sólo entonces el celador Gielty dijo:
—Está bien, parece que no es a ustedes a quienes hay que salvar, de modo que si nadie más da un paso al frente, seré yo quien elija, y cuando nadie más dio un paso al frente, empezó ese largo escrutinio, descarte, que el celador Gielty iba a concluir en el pequeño Collins al señalar:
—Este — al decir: —Collins —al anunciar:— El pequeño Collins peleará con el Gato.
Entonces hubo por ahí una risita y el celador Gielty se dio vuelta enardecido para descubrir a Malone atragantado, pero ya a su espalda rompía otro pedacito de burla, y el celador Gielty:
—¿Qué pasa?
Nuevamente fue Mullahy el que explicó:
—Collins no puede pelear con nadie, señor. De veras, señor. Está lleno de aire como una burbuja, y se hace pis en la cama.
Cosa que nadie sino él se hubiera atrevido a decir, porque Mullahy era el bardo y vocero del pueblo, perito en rimas, adivinanzas y proverbios, capaz de arrastrar a los suyos a extremos de diversión o sumirlos en negros ataques de melancolía, pero obligado a pronunciar a cualquier riesgo las palabras que latían informes en el ánimo general: por eso lo habían desterrado del dormitorio grande, donde sus historias, circulando de cama en cama como una víbora de fuego, mantenían a todos despiertos hasta el amanecer. Ahora los chicos engordaban de risa sin dejar de temer el castigo que caería sobre Mullahy, a quien amaban sin la envidia que despertaba cualquier otra habilidad con los puños, los pies o el palo de hurling, como si no existiera por sí mismo sino que fuera una emanación de los demás.
Pero el celador Gielty no miró siquiera a Mullahy, y su cara se puso muy triste, tan triste que las risas cesaron en el acto.
—Por supuesto —dijo en voz casi inaudible— yo sé que Collins no puede pelear con nadie. Por supuesto yo sé que sus brazos son demasiado cortos, que no tiene cintura que valga la pena mencionar, sino una ollita redonda de panza hinchada que le viene de pasarse el día entero comiendo miga de pan que roba de la mesa de los maestros; si no, de prácticas aún más vergonzosas. Por supuesto yo sé que ningún equipo de fútbol del Colegio quiere aceptarlo y que nadie nunca lo ha visto correr, porque tiene pies planos dentro de esos horrendos zapatos ortopédicos. Pero, ¿por qué otro motivo —y aquí su voz atronó—, por qué sino por eso, habría de elegirlo? ¿Por qué, sino porque es débil y enfermo e incluso un tonto, habría de fortalecerlo y agrandarlo para que sobreviva donde no sobreviviría entre ustedes, brutos, tramposos y asesinos, por qué habría de convertirlo en mi apuesta personal contra la fatalidad de las cosas? Porque eso también está escrito aquí —palmeó el libro negro— y aquí —palmeó el libro rojo.
Y ahora todos comprendieron y el propio Collins asintió como si advirtiera que estaba siendo reconocido por primera vez en su vida: no importa qué clase de injuria, desprecio, hubiera en ese reconocimiento.
—¿Así que pelearás con el Gato, no? —preguntó el celador Gielty, y Collins dijo:
—Sí, señor —un brillo de emoción en sus ojos celestes—, haré lo que usted diga, señor.
—Buen muchacho —murmuró el celador Gielty palmeándole la cabeza—. Vamos —dijo a los demás—, hagamos un ring. Yo seré referí.
Con cuatro camas armaron el ring y pusieron en el suelo una colcha para amortiguar el ruido, porque en las semanas y meses que duró el Ejercicio, el celador Gielty no quiso que dejara de ser un secreto. Después el Gato se paró en su rincón, alto, suelto, indolente casi, y el celador Gielty le preguntó si conocía las reglas, y el Gato dijo que Sí, que conocía las reglas, y el celador se volvió al otro rincón donde Collins preguntó si podía pegarle en la cara, y todos volvieron a reír pero el celador Gielty se mordió el labio y dijo que Si, que podía pegarle al Gato en la cara, y dijo Listos, y dijo Adelante.
Los diez chicos que rodeaban el cuadrado sintieron que sus propios músculos se movían, pies clavados al suelo, brazos a la altura del pecho, mientras la sangre saltaba como un caballo, y todo ese movimiento estático iba dirigido contra el Gato, su fría cara detestable, queriendo machacarla y destruirla. De modo que nadie se extrañó cuando semejante carga de participación en el destino de Collins, impulso sólido hecho quizá del alma de O’Grady y de Malone y de todas las almas menores circundantes, se arrojó hacia adelante golpeando con furor. Pero aún esos gloriosos espíritus naufragaron en la simple elegancia de estilo con que el Gato paró cada atormentado golpe, la rapidez con que plegó su largo cuerpo, se agachó bajo los brazos de Collins y apareció intacto a sus espaldas. El pueblo exhaló en asombro el aire contenido en esperanza. El Gato sonreía, parte izquierda de la cara solamente, aventura del labio que parecía llegar hasta el ojo, mientras la mitad derecha seguía de madera.
—Round de Collins —apuró el celador Gielty, y— Un minuto de descanso ——mientras desaparecía tras las sábanas que amurallaban su cama, regresaba con una toalla alrededor de los hombros.
¿Quería el Gato pegarle a Collins? La respuesta siempre fue dudosa, sobre todo para él que nunca se hizo la pregunta. Pero cuando en el segundo round Collins volvió a atacar y los demás empezaron a abuchearlo, el Gato dejó de sonreír. Fue entonces que la voz de Gielty llegó a él y solamente a él, en un sordo ladrido:
—Pégale, Gato —y cuando éste miró de soslayo al rincón de donde venía la orden, el pequeño Collins, ya jadeante, acertó con su única trompada de suerte en la oreja del Gato, que en el acto ya no estaba allí sino a dos pasos de distancia, aunque volviendo, ligeramente agazapado, y entonces escuchó por segunda vez la sofocada orden: —¡Pégale!
El Gato cambió de paso, y aun en el tumulto del clamorear del público, sacó la mano derecha, que hasta entonces había mantenido bajo la mandíbula. No fue una trompada, fue un latigazo, tan instantáneo que nadie vio regresar la mano a su punto de partida, a su forma de almohadilla debajo del mentón, pero una mancha roja empezó a inundar la mejilla de Collins, tardando bochornosamente su tiempo bajo la mirada general. Ahora el Gato chapoteaba en ira, volvía a golpear y recuperó sus nudillos tintos en la sangre que había saltado como un surtidor de la nariz del adversario.
La toalla mojada cayó en el ring y el celador Gielty dijo que ya bastaba por esa noche, que el pequeño Collins se había portado muy bien para un principiante y que después de todo bien podría salvar su alma si aprendía a no bajar la guardia ni arrastrar los pies, cosa que el chico creyó a medias mientras dos de los mayores lo llevaban lagrimeando al lavatorio, y aun la comunidad pareció creerlo y empezó a volcar consejo en sus oídos sobre la forma en que había que pelear al Gato. Al día siguiente Malone se ofreció a enseñarle en los recreos, y después intervino Rositer que era del dormitorio grande: la esperanza de sus partidarios había crecido mucho cuando tres días más tarde el celador Gielty convocó a un nuevo Ejercicio.
El Gato ya no estaba enojado esa noche, sino juguetón y tolerante. Collins veía ante él su cara desnuda, a veces muy cercana, casi tocando la suya, moviéndose como un reflejo en el agua, cinco pulgadas más arriba o más abajo de donde acababa de estar. Cada largo intervalo el Gato descargaba un solo swing bajo o un cross, ya no contra su nariz sino en la parte blanda de los brazos que se iban durmiendo con un sueño casi placentero, hasta que no pudo alzarlos al nivel de la cintura y entonces el celador Gielty detuvo la pelea y anunció que su pupilo se había desenvuelto meritoriamente, aguantando casi cinco rounds sin sangrar en absoluto, lo que demostraba que ya estaba más fuerte y mejor encaminado para sobrevivir, siempre que aprendiera a respirar bien y administrar mejor sus fuerzas.
El día siguiente, sábado, los ciento treinta irlandeses lavaron y limpiaron sus cuerpos y sus almas. Después del almuerzo, balde tras balde de pecado empezaron a volcarse en los dos confesionarios de la capilla donde el padre Gormally escuchaba con filosófica diversión mientras el padre Keven sentía su úlcera extender largas patas frente a tanta violencia arrepentida, gorda gula en cuerpos flacos, viciosos intercambios que la fuerza podía imponer a la debilidad, la pasión al interés, la belleza al alma de rapiña. Collins se preguntó si hablaría del Ejercicio y finalmente se abstuvo, de modo que su confesión resultó muy corta siendo como era demasiado chico y bobo para cargar con grandes culpas, y cuando las manos del sacerdote lo absolvieron subió al dormitorio para el baño semanal y encontró a todos esperando.
Se desvistieron en el frío del invierno que duraba aún, envolvieron en toallas sus cinturas lampiñas y caminaron a las duchas. Dentro del vientre cálido que más que ninguna otra cosa le recordaba a su familia, Collins se miró los brazos y vio los moretones producidos la noche antes por los golpes del Gato. Después oyó la voz del celador Gielty que venía a lo largo del pasillo asomándose por encima de cada puerta y diciendo, “¡Lavarse! ¡Lavarse!”, y cuando llegó frente a la suya el pequeño Collins pensó que el agua se había enfriado de golpe y tapó su gusanito de sexo mientras el celador lo escrutaba largamente, antes de mover la cabeza a un lado y a otro, pero lo único que dijo fue ”¡Lavarse! ¡Lavarse!” y siguió de largo, y entonces el agua volvió a ser caliente, lo que tal vez obedecía a causas naturales como una canilla que acabara de cerrarse en la ducha vecina o un repentino golpe de fuego en las calderas.
En la capilla las últimas heces de culpa caían en los oídos de los confesores que las dejaban desaguar al río inmemorial que da siete veces la vuelta a la tierra y sólo ha de venir a la superficie en las postrimerías. Los que bajaban de los baños olían limpio y pensaban limpio, o más bien habían dejado de pensar hasta la mañana siguiente para no caer en la tentación, que era su modo normal de pensar, y formaban en hileras ante la privilegiada cofradía de los lustrabotas para el postrer embellecimiento de la jornada. Después de la cena los juegos del patio fueron apacibles, las voces atenuadas. Los suertudos que disponían de algunas monedas acudieron a la despensa donde el sacristán Brown vendía por cinco centavos chocolatines delgados como suspiros, los dividieron entre los amigos con una generosidad que no figuraba en los días comunes y cuando Murphy el Pajero encontró debajo de la etiqueta roja al famoso Pez Torpedo, nadie se abalanzó sobre él para quitárselo como habrían hecho un lunes o un jueves, sino que el propio Dolan sobre quien seguía encaramada el Aguila del mando le ofreció una escolta personal que rodeó a Murphy el Pajero y su preciosa figurita mientras se pavoneaba entre los claustros.
Sonó la campana convocando a la última hora de estudio antes de la bendición. Los sábados estaban consagrados a lecturas espirituales donde se turnaban sacerdotes y maestros pero en las que el celador Gielty, siendo uno de los hombres más doctos del Colegio y acaso una promesa de la teología o de la ciencia, descollaba. De modo que esa noche cuando todos estuvieron sentados en el aula magna, el celador Gielty se alzó en la tarima, pelo rojo brillando y bigote rojo brillando, y con un mundo de fijeza en la cara transfigurada, anunció que hablaría sobre Las Partes del Ojo.
¿Quién podría olvidar lo que dijo? Cualquiera, porque no había allí terreno fértil para la verdad, sino un tropel de chicos somnolientos, colmados de la Gracia obtenida en confesión, hostiles a cualquier cosa que amenazara el sentimiento de seguridad y autojusticia que habían conquistado. El celador Gielty, sin embargo, habló con la certeza de la Revelación, empezando por elementos simples como la luz y los variados artificios que permiten percibirla a los seres más rudimentarios, plantas y flores como el girasol o el tallo tierno de la avena que tiene en la punta una mancha amarilla que es en rigor un ojo.
Después se internó libremente en los reinos vulgares de la Naturaleza donde el ojo se hacía cada vez más sutil y complicado, desde la piel sensible del gusano hasta la visión mosaica de los insectos hasta la primera imagen que tembló como una gota de agua dentro de la cabeza de un molusco. Y se hundió en las profundidades del mar y las arenas del tiempo donde descansaban los ojos más antiguos del mundo hechos de hueso transparente; encontró los peces telescopios, pupilas que miraban sólo para adentro y ojos que ardían al mirar durando apenas un segundo, piedras que veían y extraños seres de mirada curva con párpados de espinas que nunca se cerraban, ojos copulantes y ojos que veían el pasado o medusas que comían con la vista, ojos en bolsas y bolsillos y ojos que escuchaban, retinas donde el día era noche impenetrable y la noche cegadora luz, sin olvidar la pupila que lleva su linterna propia ni el ojo líquido derramado de su fosa que volvía como gotas de mercurio con la memoria de las cosas visitadas o no volvía nunca y rueda todavía por ahí colmado de las escenas capturadas milenios atrás, ni la retina cubierta de piel que sólo a sí misma se contempla ni el ojo pineal de la lamprea o el profético ojo del nautilo.
Después se remontó a los reinos intermedios donde el ojo se trascendía a sí mismo deviniendo voluntad de conocer, y quiso explicar el portento de la primera imagen que ya no quedaba en él sino que viajaba al cerebro, milagrosa transformación de lo material en inmaterial, punto de nacida del alma donde hasta un mono ciego era a su modo un facsímil de Dios construido en torno a la intención de ver (¿qué era Dios al fin, sino el mundo vidente y visto?) y cuando por último entró en la esfera visualmente superior de los ángeles y las aves de presa, antes de recaer en el hombre y Las Partes del Ojo, que era adonde quería llegar y el tema central de su conferencia, el tiempo se había terminado y gran parte de sus oyentes dormían con sus propios ojos abiertos, y los que no se durmieron apilaban montones de evidencia, palabra sobre estulta palabra, en torno a la ahora firme leyenda de la locura del celador Gielty, que el Gato podía desdeñar —porque en su opinión locos eran todos— pero que terminó por lacrar en Collins la conciencia del terror: fue entonces cuando se le ocurrió la grandiosa idea de la salvación a través de su tío Malcolm.
El celador Gielty no dejó que las consideraciones filosóficas turbaran el negocio práctico del Ejercicio, que fue debidamente anunciado y ejecutado dos a tres días más tarde y prosiguió en adelante con una lógica que el pequeño Collins sólo podía comprender al revés porque contradecía el recóndito deseo de su corazón, llamándolo a pelear cuando más quería que lo dejaran tranquilo, dejándolo tranquilo cuando realmente había dejado de importarle.
En los habitantes del segregado dormitorio, toda esperanza al principio construida sobre Collins estaba muerta. El chico no tenía médula, reflejos, voluntad de pelear, nada salvo una especie de femenil pudor que le impedía acusar a su verdugo, aceptar ayuda de los otros y aun mostrar las marcas de su cuerpo. Volvía a su cama donde lloraba desesperado llanto debajo de su almohada, acariciando cada alfilerazo de dolor y de vergüenza, cada huella violenta de la piel hinchada donde el Gato había golpeado y vuelto a golpear.
A principios de setiembre puso dos tiras de papel secante debajo de las plantas de sus pies, por la noche en el rosario ardía, a la mañana siguiente no se levantaba, por la tarde lo llevaron a la enfermería donde deliró: el tío Malcolm se le aparecía limpio, fuerte y vengativo, pleno de cólera y de amor, que eran una misma y sola cosa que el pequeño Collins no entendió en seguida pero que le daba un raro sentimiento de seguridad y de consuelo, y cuando despertó al día siguiente la carta al tío Malcolm ya estaba escrita en su cabeza toda entera y no tuvo más que pedir a O’Grady que furtivamente acudía a visitarlo, lápiz y papel: sentarse en la cama a escribir la carta que el sueño le dictaba, y entonces escribió:
Mi querido tío Malcolm, dondequiera que estés, te mando esta carta a mi casa en tu nombre, y espero que al recibirla estés bien, como yo no estoy, y sinceramente espero, mi querido tío Malcolm, que vengas a salvarme del celador Gielty, que está loco y quiere que me muera, aunque yo no lo hice nada, te lo juro mi querido tío Malcolm. Así que si vas a venir, por favor decile que yo no quiero pelear más en el dormitorio con el Gato, como él quiere que pelee, y que yo no quiero que el Gato vuelva a pegarme, y si el Gato vuelve a pegarme creo que me voy a morir, mi querido tío Malcolm, así que por favor y por favor no te dejes de venir, te lo pide tu sobrino que te quiere y que te admira atentamente.
No era ésta una carta ordinaria como las que todos escribían el primero de cada mes con el objeto de decirte mi adorada mamá que estoy muy bien gracias a Dios, y con el objeto de decirte mi estimado padre que mis estudios van muy bien con la ayuda de la Virgen, y con el objeto de decirte mi apreciado hermano que la comida es muy buena y que los domingos nos dan budín de pan, y con el objeto de decirte mi querido perro Dick que estoy muy bien a Dios gracias aunque siempre sueño con vos: todo lo cual era certificado desde sus tarimas por el padre Ham Fagan y el padre Ham y el padre Gormally, y quién mejor que ellos para certificar tales cosas, elogiar a quienes podían descubrir una nueva vuelta de optimismo, cierto color de indudada felicidad, o reprimir a los que por pura distracción se mostraban tibios en el relato de sus propias vidas. No. Era más bien subversiva y anómala, que necesitaba para circular subversivos y anómalos canales, y ésta era la misión de la liga Shamrock, de la que Collins ignoraba casi todo, salvo que existía y que para algunos Shamrock significaba trébol cuando para otros quería decir algo así como carajo.
La Liga jamás había contado a Collins como miembro, ni su suerte le importaba mucho, ocupada como estaba en contrabandear a beneficio de su propia jerarquía cantidades de ginebra, cigarrillos y apuestas de quiniela, y aun contando para las mayores citas en el pueblo con eladas mujeres que acudían a la capilla del Colegio a oír misa los domingos. Pero la conducta y locura del celador Gielty eran ya una ofensa para todos, y es posible que alguna de sus bofetadas, arranques insensatos de furor, sarcasmos que escaldaban el alma, hubieran afectado a miembros verdaderos de la Liga. De modo que el mensaje del pequeño Collins ascendió escalón por escalón donde nadie sabía si el próximo escalón era un trébol o un carajo pero donde todos sabían que el mensaje iba subiendo hasta que llegó al nivel más alto en que se escapaba a la censura y se iba por correo expreso.
El celador Gielty estaba preocupado. Sabía naturalmente que el Ejercicio era cruel y casi intolerable para Collins, pero había visto la crueldad inscripta en cada callejón de lo creado como la rúbrica personal de Dios: la araña matando la mosca, la avispa matando la araña, el hombre matando todo lo que se ponía a su alcance, el mundo un gigantesco matadero hecho a Su imagen y semejanza, generaciones encumbrándose y cayendo sin utilidad, sin propósito, sin vestigio de inmortalidad surgiendo en parte alguna, ni una sola justificación del sangriento simulacro. ¿Podía permitir que el pequeño Collins se enfrentara solo, con su caníbal tiempo? No. ¿Pero no estaba yendo demasiado lejos, precipitando lo que quería evitar? Una y otra vez se rezagó en la capilla después de la misa o el rosario, buscando una respuesta, sintiendo que su cerebro ardía más que nunca, perdiendo cada cosa que ganaba porque cada cosa comprendida significaba un pedacito de sí mismo que se disipaba en una incandescente partícula: hasta que oyó una voz que le ordenaba seguir adelante y darse prisa en salvar a Collins, porque alguien venía desde el horizonte del tiempo a detenerlo. Y así fue como Malcolm entró en su cabeza, casi al mismo tiempo que en la cabeza de Collins.
El chico había tenido suerte. El viejo doctor que vino del pueblo a revisarlo diagnosticó una especie de influenza virulenta. Una semana de reposo en la enfermería significaba, por lo general, total soledad y aburrimiento, ver los días que entraban y salían por la ventana interrumpidos solamente por el enfermero que llegaba con la aguachenta taza de té o el plato de sopa desmayada, pero Collins admitió que se le estaba dando un respiro, y no tenia apuro por sanar aunque mejoraba casi insensiblemente: los moretones de sus brazos se volvieron grises, al fin amarillos y el calor y el sudor huyeron de su cuerpo, dejándolo fresco y apacible cuando volvió el doctor, le acarició el pelo, dijo:
—Ya estás bien, muchacho, el lunes puedes levantarte.
Esto sucedió un sábado.
Así que el lunes se levantó, algo tembloroso sobre sus piernas, y cuando los otros chicos lo vieron en el patio acudieron a saludarlo y a conversar con él, todos muy amables, le estrecharon la mano y uno que se llamaba Brennan, a quien apenas conocía, le apretó la mano más fuerte que los otros y cuando retiró la suya había un pedacito de papel sin sobre:
Y ésa era la carta del tío Malcolm.
Que decía simplemente: ”El domingo iré, trompearé al celador Gielty hasta la muerte”.
Y así fue como el pueblo empezó a prepararse para la batalla y a medida que la semana se iba inflando despacito como un globo, llenándose de expectativa, se vio lo grande que iba a ser esa batalla.
Malcolm, en la versión inicial de Collins, era un hombre más bien alto y rubio, de unos treinta años, rientes ojos verdes, sombrero de ala ancha y un bastón que blandía con despreocupada gracia: así fue representado en los toscos dibujos que empezaron a surgir sobre hojas de canson o cuaderno. Sutiles cambios aparecieron el segundo día de la espera: Malcolm era ya decididamente alto, impersonal, la sonrisa se había convertido en mueca irónica mientras el celador Gielty se reducía a un pigmeo que sollozaba abyectamente en su presencia.
Estos, sin embargo, no era más que contornos, límites vacíos. Collins se sintió llamado a colmarlos, cada vez con mayor apremio, y no tuvo dificultad en recordar la naturaleza feliz de Malcolm, su fortuna con las mujeres, sus aventuras en cuatro rincones del mundo, En la mañana del tercer día se supo que Malcolm había sido un héroe en la guerra del Chaco o de España, donde fue condecorado por el presidente de Bolivia o por el general Miaja, pero lo que realmente importaba era que él sólo liquidó a diez enemigos, si no eran quince, y que al último lo mató con la culata del fusil descargado antes de volver herido y sediento para desplomarse a los pies del comandante en jefe que sobre el campo de batalla lo ascendió a coronel, o tal vez a capitán.
Los retratos de Malcolm eran ya más grandes, acercándose al punto en que se convertirían en afiches. Este proceso, aunque espontáneo, surgido de la entraña de la gente, tuvo sus tropiezos antes de asumir la forma grandiosa que finalmente tuvo. Cuando al promediar el cuarto día, por ejemplo, se supo que Malcolm había sido campeón juvenil de boxeo, que llegó a pelear con Justo Suárez y que únicamente el destructivo amor de una actriz de cine le impidió obtener el cetro mundial, fue casi irresistible la tentación de pintarlo con pantaloncitos y guantes de box, los biceps como bochas, la cintura más angosta y el tórax mas ancho, tatuado con una mujer rubia y tetona.
Prevaleció sin embargo el buen sentido artístico, y la imagen final adoptada por el sentimiento colectivo mostraba un Malcolm que a pesar de cada embellecido detalle se parecía a la versión original: sobriamente vestido con un traje de corte más bien inglés, la mano derecha curvada en torno al puño del bastón, el dorso de la izquierda apoyado en la cintura que adelantaba medio paso al pie, el sombrero y la cara arrojados para atrás en un gesto seductor de optimismo y desafío. Cuando se llegó a esta condensación, el tiempo ya era pobre para cortar grandes rectángulos de cartulina y de sábanas robadas, hervir en agua o disolver en alcohol las tapas rojas de la gramática, verdes del catecismo, azules del libro de lectura, obtener en el campo una raíz que secada era un pigmento amarillo y unas bayas que daban el índigo, pintar la figura y exclamar al pie de cien pendones: ¡Viva Malcolm!, o, simplemente, MALCOLM.
El celador Gielty no había reanudado el Ejercicio. Sentía el temor de la gente esfumarse, la hostilidad crecer como una marea y asumir formas cada vez más abiertas: conversaciones interrumpidas, marchas militares de ambiguo estribillo, inscripciones en paredes, la cruda pantomima que una y otra vez representó ante sus ojos la derrota de un impostor o un payaso, encarnado por Murtagh, frente a un héroe sin mancha en el que todos querían turnarse.
Dudaba. Su cubículo de sábanas permaneció iluminado noches tras noche. Se murmuraba que leía y releía el libro negro, el libro rojo, y en una ocasión, antes del alba, un testigo oyó su voz profiriendo un torrente de terrible y sofocada obscenidad. A medida que el tiempo se acercaba, emergía de su muralla un poco más febril y consumido, con un sedimento de barro en el fondo de los ojos, y hasta las puntas de los bigotes levemente caídas.
Todo esto alentó inmensamente a la comunidad. Ahora nadie dudaba el resultado del combate, pero todos querían que fuera además una fiesta y en esos enloquecidos preparativos se fue la semana sin que nadie estudiara una línea, cosa que inquietó mucho a sacerdotes y maestros que veían el Colegio sustraído al flujo regular de las cosas, transportado en una nube de excitación, sin poder descubrir el motivo que no fue traicionado ni siquiera en el secreto del confesionario.
Si hubo una mancha en ese panorama, pasó inadvertida. El viernes por la noche los mayores quisieron oír la opinión de Pata Santa Walker, que fue dada en la oscuridad de la leñera ante un círculo de atentos cigarrillos. Pata Santa, acuclillado, meditó largamente, como si sus famosos poderes estuvieran sometidos a prueba.
—Está viniendo —murmuró al fin y bajó la frente casi hasta tocar su enorme botín de madera, oír en la vibración del suelo el paso anunciado.
Los puchos respiraron desengaño, porque quién no sabía que Malcolm estaba viniendo, y hubo una pausa de nuevo muy larga, a cuyo término Pata Santa reveló su cara adusta y afilada, agregando esa única frase:
—No vendrá de gusto, cuyo sentido fue soplado como una vela navegante en dirección favorable por el ruido de la campana que llamaba al estudio en el aula donde Pata Santa ocupó su banco, que era el último, y nadie vio las dos lágrimas que rodaron de pronto, una de cada ojo, sobre la página más aburrida de su gramática.
¿Qué fue el sábado? Un pasaje, un suspiro, un destello, una hojita podrida del tiempo que cayó por la noche cuando el celador Gielty bajó a la capilla mientras en los dormitorios la gente pronunciaba su propia plegaria: ”Mañana Malcolm vendrá, trompeará al celador Gielty hasta la muerte”. Sobre esta certeza durmieron.
Llegó al fin ese día, y a la hora en que el sol de costumbre brillaba en los vidrios, el sol del domingo encontró cien caras despiertas mirando el camino, la tranquera y el parque, y un centenar de estandartes bajaron de las altas ventanas.
La primavera había venido y muerto, regresado, vencido: tempranas rosas centelleaban entre las araucarias, chingolos saltaban sobre el pasto mojado, retumbaba un tren, mujeres acudían a la misa, el mundo se desnudaba en pliegue y repliegue de arboleda, campo, paz, sobre la que se estrellaron las primeras campanas.
Formaron, bajaron, entraron en la capilla donde lo primero que vieron fue el celador Gielty, todavía acurrucado en un banco del fondo, moviendo los labios descoloridos, los ojos clavados en nada. El padre Fagan salió en su caparazón de oro y su cortejo de púrpura.
Mientras duró la misa no hubo noticias de los cuatro centinelas que arriba atisbaban el primer signo de Malcolm. Tras el desayuno una décima parte de la población se turnó en las guardias, y antes de las nueve se supo que un bulto negro avanzaba por el camino: minutos después era la madre de O’Neill, que acudía a visitarlo el único día de visita, y apenas O’Neill fue a la rectoría a recibir su dádiva de lágrimas y besos con quizá un frasco de miel, caramelos, cualquier otra ternura que la pobreza, la viudez, el cansado amor podían permitirse, el gran ómnibus rojo de la ciudad chirrió en el macadam, una figura bajó del estribo, y no era Malcolm sino el padre de Murphy el Pajero, que debía ser tan pajero como él, aunque lo que era, era en realidad un viejo triste y tembleque con un tortuoso chambergo y un chaleco raído que se quedó espiando a un lado y otro del camino antes de abrir la tranquera.
La tardanza de Malcolm planteaba ahora la posibilidad de que el padre Ham o el padre Keven salieran a dar un paseo entre los grupos familiares que empezaban a sentarse en el pasto, abrir sus paquetes, comer pan y salame, cambiando nostalgias y esperanzas. Se ordenó esconder las insignias, cada una debajo de su almohada al pie de cada ventana. Este movimiento, ejecutado a las diez, debió ser pero no fue motivo de aflicción porque nada podía sacudir la fe de la gente, sobre todo cuando Collins admitió que su tío nunca se levantaba temprano, y que bien podía llegar una hora más tarde que un madrugador.
A las once, nadie cejaba: más bien empezaron a preguntarse dónde andaba Malcolm cuando escribió su mensaje a Collins, en qué remoto campo de batalla, qué ciudad china, qué llanura ártica y, en ese caso, cómo podían reprocharle que demorase un poco.
La mitad de los pupilos estaban en el parque, la otra mitad asomados a las ventanas. Un puntito colorado apareció lejos en el cielo, describió un ancho círculo. Al volver rugía a baja altura, rozaba las puntas de pinos y cipreses, pasaba aterradoramente sobre los rosales chasqueando las dos alas en el viento y un hombre se asomaba a la carlinga, tan próximo que todo creyeron ver sus ojos que sonreían detrás de las enormes antiparras, gritaron ¡Malcolm!, y volvieron a gritar, y la tercera vez se quedaron mudos con la boca abierta porque el aeroplano ya estaba lejos y se iba hasta perderse en una línea recta que partía el corazón. Y ahora sí, el espíritu del pueblo pareció flaquear por primera vez, el almuerzo transcurrió en silencio, por la tarde se jugó el partido de fútbol más aburrido en la historia del Colegio, donde hasta Gunning hizo un gol en contra y el celador Dillon, que estaba a cargo de los deportes, repitió cinco veces la palabra vergüenza.
Cuando volvieron al patio quedaban las sobras del domingo. Las últimas visitas empezaron a decir adiós, los puestos de los centinelas estaban desiertos y ya nadie creía realmente en la llegada de Malcolm. Hay un momento, en esas tardes de fines de setiembre, en que el sol entra casi horizontal por las ventanas del comedor, sale, cruza el patio y echa sobre la pared del este una explosión anaranjada. Era ese momento el que Pata Santa Walker, armado de una lupa, estudiaba en aquellos días, y debió ser ese momento el que de golpe captó en su plenitud, su irrevelado misterio escrito en la pared, porque gritó, y al mirar a sus espaldas vio que la muchedumbre entera corría hacia las dos esquinas del patio en un movimiento que nunca fue explicado, se atropellaba en las escaleras, se clavaba a las ventanas desplegando los estandartes y lanzaba una sola inmensa exclamación.
Y allí, frente a todos, junto a la tranquera, estaba Malcolm.
Respondía con los brazos abiertos al clamor de la multitud, el bastón en una mano, el sombrero en la otra, y aunque tal vez no fuera tan alto como habían imaginado, su pelo pareciera demasiado rubio (pero ésa pudo ser una última trampa del sol de azafrán) y sus ropas no estuvieran recién salidas del sastre ni aun de la tintorería, cuando se practicaron todos los descuentos necesarios entre los sueños y los hechos resultaba más satisfactorio que los sueños, porque era verdadero y caminaba hacia ellos.
El celador Gielty salió de la capilla.
Los chicos que lo vieron en escorzo, el paso sonámbulo, el guardapolvo gris y arrugado, se preguntaron cómo habían podido temerle; esa repentina vergüenza desató una abrumadora silbatina mientras el celador Gielty avanzaba hacia Malcolm hasta que se enfrentaron en el centro del parque.
El mundo estaba muy tranquilo, ni un pájaro cantaba ni una hoja se movía y el silencio se tornó aplastante en la hilera de altas ventanas donde los ciento treinta irlandeses se apiñaban, sin que faltara ni siquiera el Gato, y mucho menos Collins en un sitial de privilegio sobre el retrato más grande de Malcolm, multiplicado en una fantástica selva de banderas, gallardetes y caricaturas de último momento.
Malcolm depositó en el pasto el sombrero y el bastón, se quitó el saco, lo plegó cuidadosamente y lo dejó también. En un gesto lleno de nobleza adelantó un paso tendiendo la mano al adversario antes del combate.
Pero el celador Gielty simplemente se escupió los nudillos y se puso en guardia.
Atacó, lanzando dos golpes a la zona alta, y cuando Malcolm bloqueó el más peligroso, eludió el segundo con un movimiento muy sobrio de la cabeza, se oyó la primera ovación y las banderas ondearon. Gielty arremetió de nuevo, encorvando la espalda y de pronto se vio lo poderosa que era esa espalda, cómo se hinchaba al descargar un puñetazo. Pero Malcolm tornó a esquivar con facilidad y mientras giraba a su alrededor en un círculo muy estrecho desplegó esos primeros toques de arte que tanto alegraron el corazón de los entendidos: sus pies se movían como si cantaran. Y ahora el poderoso y rítmico coro se alzó de las tribunas: ¡Malcolm! ¡Malcolm!
¿Fue eso lo que irritó a Gielty, precipitándolo a una furiosa embestida? Malcolm ya no podía eludir sin responder, y lo hizo con un cross que sonó redondo y hueco en la cara de Gielty, y mientras el clamor arreciaba, lo frenó con un swing al cuerpo que extenuó cada garganta, inflamó cada estandarte.
¡Oscuro, insomne, empecinado Gielty! Una vez más escupió en sus nudillos, una vez más hundió la cabeza entre los hombros y echó para adelante, en su guardapolvo gris, su apostura desgraciada, su fe santa y asesina. La combinación que lo recibió tuvo tal belleza en su impresionante rapidez que sólo con dificultad pudo un intelecto ajeno reconstruirla o creerla, y más tarde se discutió mucho si fue un jab, un hook y un uno-dos, o sólo el jab y el uno-dos, pero el resultado estaba a la vista y regocijo general, aquel hombre acérrimo frenado como un toro por la maza, en el centro del parque, jadeando hondamente y bamboleándose contra las oscuras araucarias, el sol poniente y el perfume cercano de la noche. Y cuando esta cosa tremenda sucedió, el corazón del pueblo empezó a arder en una ancha, arrasadora, omnipotente conflagración que sacudió toda la hilera de ventanas hamacándola de parte a parte, el amigo abrazando al enemigo, la autoridad festejando al hombre común, el individuo fundiéndose en sentimiento general mientras Collins era besado y el Gato refractario se retiraba a una segunda línea desde donde aún podía ver sin perjuicio de escapar.
Y cuando Malcolm, Malcolm, se sintió confrontado con esta demostración, qué otra cosa podía hacer, qué habría hecho cualquiera sino abrir los brazos para recibirla y guardarla hasta su vieja y gloriosa edad, saludando a la derecha, y saludando a la izquierda y saludando especialmente al centro, donde vos estabas, mi querido sobrino Collins, por quien vine de tan lejos. Y esto refutaba acaso para siempre la pregunta que semanas más tarde formularía Geraghty: ¿qué necesidad tenía de saludar?
Entretanto hubo alguno que no quiso sobrevivir a una culminación, que experimentó ese instantáneo deseo de la muerte inseparable de la extrema dicha y cayó ocho metros desde una ventana agitándose en alegría sobre unos matorrales donde no murió. Se llamaba Cummings.
Allí acabó la felicidad, tan buena mientras duraba, tan parecida al pan, al vino y al amor. Recuperado Gielty sacudió al saludante Malcolm con un mazazo al hígado, y mientras Malcolm se doblaba tras una mueca de sorpresa y de dolor, el pueblo aprendió, y mientras Gielty lo arrastraba en la punta de sus puños como en los cuernos de un toro, el pueblo aprendió que estaba solo, y cuando los puñetazos que sonaban en la tarde abrieron una llaga incurable en la memoria, el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza, mientras un último golpe lanzaba al querido tío Malcolm del otro lado de la cerca donde permaneció insensible y un héroe en la mitad del camino.
Entonces el celador Gielty volvió, y con la primera sombra de la noche en los ojos, miró una sola vez la hilera de caras majestuosamente calladas y de banderas muertas, se persignó y entró rápido.