por
Rodolfo Walsh
Cuando
llegó ese oscuro día de justicia, el pueblo entero despertó sin ser llamado.
Los ciento treinta pupilos del Colegio se lavaron las caras, vistieron los
trajes azules del domingo y formaron fila con la rapidez y el orden de una
maniobra militar que fuera al mismo tiempo una jubilosa ceremonia: porque nada
debía interponerse entre ellos y la ruina del celador Gielty.
En la
penumbra de la capilla olorosa a cedro y a recién prendidos cirios el celador
Gielty seguía rezando de rodillas como rezó toda la noche. Escurridizo Dios
afluía y escapaba de sus manos, acariciándolo igual que a un chico enfermo,
maldiciéndolo como a un réprobo o deslizando en su cabeza esa idea intolerable,
que no era a Él a quien rezaba, sino a sí mismo y su flaqueza y su locura.
Porque si
bien los signos no fueron evidentes para todos, el celador Gielty venía
enloqueciendo en los últimos tiempos. Su cerebro fulguraba noche y día como un
soplete, pero lo que hizo de él un loco no fue el resultado de esa actividad
sino el hecho de que iba consumiéndose en fogonazos de visión, como un ciego
trozo de metal sujeto a una corriente todopoderosa y llameando hasta la
blancura mientras buscaba su extinción y su paz.
Y ahora
rezaba sintiendo venir a Malcolm como lo había sentido venir a través de la
bruma de los días de las semanas, y tal vez de los meses de los años, viniendo
y aumentando para conocer y castigar: el hombre cuya cara se multiplicaba en
los sueños y los presentimientos diurnos, en las formas de la nube o el reflejo
del agua. Astuto y seguro venía, labios tachados por un dedo, sin quebrar un
palito del tiempo.
En el
dormitorio chico los doce internos a cargo del celador Gielty estuvieron solos
toda la noche. Eran los más pequeños del Colegio salvo O’Grady, Malone y el
Gato, que llegaron tarde, cuando no quedaban camas en el dormitorio grande,
lugar para la amistad, uvas en la viña: triste descarte de escondidas historias
de muerte y repudio perdidas en la leyenda del verano.
El
celador Gielty había subido apenas un minuto para verlos arrodillarse en sus
camisones y recitar la oración nocturna que imploraba a Dios la paz y el sueño
o al menos, la merced de no morir en pecado mortal y cuando la palabra amén
huyó aleteando por la única banderola abierta, fue hacia el Gato, que sin
desvertirse esperaba como de costumbre y le dijo:
—Acostate
vos también,
y
entonces el pequeño Collins lo vio acercarse hasta sentir en la frente su
cálido aliento y una mirada más que nunca desesperada y terrible, burlona o
amorosa. Sus dientes centellearon bajo el bigote rojo:
—No habrá
Ejercicio esta noche,
y se fue,
y bajó a rezar en la capilla.
Primer
indicio que tuvo el pueblo de que el celador presentía la llegada de Malcolm.
Porque el secreto de la llegada de Malcolm a Gielty descansaba hasta entonces
día y noche contra el corazón del pequeño Collins, en el relicario que vació de
pelos y de uñas de santos muertos para guardar el papelito en que Malcolm
anunciaba que venía.
No
habiendo Ejercicio esa noche, ni autoridad a la vista, el Gato sacó un pucho y
fumó sentado en la cama, mientras sus largos ojos relampagueaban amarillos, se
entornaban con pereza y volvían a dilatarse contra el burbujeante fermento de
ira que brotaba de las camas vecinas, queriendo volverse grande y terrible,
diluyéndose en cambio por falta de número en estériles murmullos o en el
sofocado pedorreo que surgió en la punta donde estaba la cama de Scally, la
almohada donde Scally escondía la cara. Al Gato no le importaba, ni tenía
miedo. Era fuerte ahora, seguro de sí mismo, los estigmas de su cabeza habían
desaparecido con el recuerdo de pasadas humillaciones, el guardapolvo le
ajustaba mejor, y aunque nunca engordaría, estaba crecido, saludable y
despegado. De modo que cuando Collins fue más allá de sí mismo y quiso
arrastrar al grupo contra el Gato, descubrió que sólo en la teoría del alma
estaban con él, y que eso no era bastante. Y así sucedió que el mismo Collins,
sobrino y delegado de Malcolm, profeta de su arribo, debió posponer toda idea
de castigar al Gato quien al fin no era más que instrumento de Gielty en la
diversión siempre sangrienta que llamaban el Ejercicio.
Cuyo
comienzo databa de dos meses atrás, después que el Gato llegó al Colegio, fue
perseguido, golpeado, curado, hizo sus cálculos, indagó en la médula de la
autoridad hasta descubrir una honda corriente de afinidad fluyendo entre él y
ese hombre ancho, colorado y loco, con quien no cambió una sonrisa ni tal vez
una palabra hasta aquella noche en que el celador Gielty se paseó entre los
chicos que terminaban de desvestirse, dos libros bajo el brazo y una idea
prendida en la cara:
—¿Qué les
parece si armamos una peleíta muchachos?, poniendo en marcha un tren de
sorpresas, pues a quién se le ocurría pelear de noche en ei dormitorio, en vez
de pedir al padre Fagan los guantes que el padre Fagan siempre estaba dispuesto
a dar, fijando el día y la hora, a todo el que quisiera boxear en el patio bajo
los ojos apropiados y las reglas, y sin embargo,
—¿Qué les
parece, eh?,
y sólo
entonces Mullahy, que era el lenguaraz de la gente, se atrevió a preguntar:
—¿Con
guantes, señor?
—Oh no,
no con guantes —dijo el celador Gielty— , nada de guantes, que son para
mujercitas y no para ustedes, que aun siendo los más pequeños del Colegio,
deben aprender a pelear y abrirse un camino en la vida, porque Dios ordena —y
aquí palmeó uno de los libros, que era grande y de tapas negras— que las más
fuertes de sus creaturas sobrevivan y las más débiles perezcan, como dice este
otro libro —que palmeó— escrito por un hombre que conocía la voluntad de Dios
mejor que los sacerdotes de la Iglesia, aunque algunos sacerdotes de la Iglesia
no lo acepten. En cuanto a mí, hijos míos, no quiero que ninguno de ustedes,
que ahora me miran tan indefensos, ignorantes y tontos, perezca antes de su
hora; y por lo tanto que ninguno de ustedes sea un pelele traído y llevado por
los tiempos o la voluntad de los hombres como una oruga que arrastra el arroyo,
sino que aprendan a ser fuertes y resistir incluso cuando el mundo empieza a
derrumbarse, como yo lo he visto derrumbarse y por momentos lo veo todavía,
estallando y desmigajándose en ardientes pedazos, pero matando sólo a los
flojos, inservibles y miserables. ¿Qué les parece entonces si armamos una peleíta?
Y ahora
el pueblo, o esa pequeña parte del pueblo, arrastrado por el sonido de las
palabras más que por las palabras mismas que apenas entendió, pero más
capturado todavía por la expresión atormentada y anhelante en la cara del
celador Gielty, la gota de fuego en cada ojo, el erizamiento del bigote y el
pelo de cobre, estalló en una gran ovación que él mismo suprimió en seguida.
—Porque
esto debe quedar entre ustedes y yo, hijos míos, y ¿quiénes van a pelear?
Todos
alzaron la mano. La mirada del celador Gielty anduvo entre las caras
inexpresivas y mudas hasta encontrarse con la del Gato, donde se demoró en
apreciativo reconocimiento de la historia pasada y el mérito presente:
—Así que
ya no te asusta una trompada.
El Gato
hundió el pescuezo entre los hombres y pronunció aquellas tres palabras con que
había engañado al pueblo una noche memorable:
—Peleo
con cualquiera,
sólo que
ahora era cierto, y todo el mundo lo sabia: el celador Gielty observó que los
chicos más chicos estaban bajando la mano y haciéndose los distraídos, salvo
Malone y O’Grady, que hubieran querido imitarlo pero no podían porque aún eran
los depositarios de un prestigio fundado en el tamaño o la edad si no en la
carga de expectativa que los demás depositaban en ellos, y por lo tanto mantuvieron
en alto los brazos que temblaban un poco, mientras el tiempo crecía hasta
volverse intolerable, y sólo entonces el celador Gielty dijo:
—Está
bien, parece que no es a ustedes a quienes hay que salvar, de modo que si nadie
más da un paso al frente, seré yo quien elija, y cuando nadie más dio un paso
al frente, empezó ese largo escrutinio, descarte, que el celador Gielty iba a
concluir en el pequeño Collins al señalar:
—Este —
al decir: —Collins —al anunciar:— El pequeño Collins peleará con el Gato.
Entonces
hubo por ahí una risita y el celador Gielty se dio vuelta enardecido para
descubrir a Malone atragantado, pero ya a su espalda rompía otro pedacito de
burla, y el celador Gielty:
—¿Qué
pasa?
Nuevamente
fue Mullahy el que explicó:
—Collins
no puede pelear con nadie, señor. De veras, señor. Está lleno de aire como una
burbuja, y se hace pis en la cama.
Cosa que
nadie sino él se hubiera atrevido a decir, porque Mullahy era el bardo y vocero
del pueblo, perito en rimas, adivinanzas y proverbios, capaz de arrastrar a los
suyos a extremos de diversión o sumirlos en negros ataques de melancolía, pero
obligado a pronunciar a cualquier riesgo las palabras que latían informes en el
ánimo general: por eso lo habían desterrado del dormitorio grande, donde sus
historias, circulando de cama en cama como una víbora de fuego, mantenían a
todos despiertos hasta el amanecer. Ahora los chicos engordaban de risa sin
dejar de temer el castigo que caería sobre Mullahy, a quien amaban sin la
envidia que despertaba cualquier otra habilidad con los puños, los pies o el
palo de hurling, como si no existiera por sí mismo sino que fuera una emanación
de los demás.
Pero el
celador Gielty no miró siquiera a Mullahy, y su cara se puso muy triste, tan
triste que las risas cesaron en el acto.
—Por
supuesto —dijo en voz casi inaudible— yo sé que Collins no puede pelear con
nadie. Por supuesto yo sé que sus brazos son demasiado cortos, que no tiene
cintura que valga la pena mencionar, sino una ollita redonda de panza hinchada
que le viene de pasarse el día entero comiendo miga de pan que roba de la mesa
de los maestros; si no, de prácticas aún más vergonzosas. Por supuesto yo sé
que ningún equipo de fútbol del Colegio quiere aceptarlo y que nadie nunca lo
ha visto correr, porque tiene pies planos dentro de esos horrendos zapatos
ortopédicos. Pero, ¿por qué otro motivo —y aquí su voz atronó—, por qué sino
por eso, habría de elegirlo? ¿Por qué, sino porque es débil y enfermo e incluso
un tonto, habría de fortalecerlo y agrandarlo para que sobreviva donde no
sobreviviría entre ustedes, brutos, tramposos y asesinos, por qué habría de
convertirlo en mi apuesta personal contra la fatalidad de las cosas? Porque eso
también está escrito aquí —palmeó el libro negro— y aquí —palmeó el libro rojo.
Y ahora
todos comprendieron y el propio Collins asintió como si advirtiera que estaba
siendo reconocido por primera vez en su vida: no importa qué clase de injuria,
desprecio, hubiera en ese reconocimiento.
—¿Así que
pelearás con el Gato, no? —preguntó el celador Gielty, y Collins dijo:
—Sí,
señor —un brillo de emoción en sus ojos celestes—, haré lo que usted diga,
señor.
—Buen
muchacho —murmuró el celador Gielty palmeándole la cabeza—. Vamos —dijo a los
demás—, hagamos un ring. Yo seré referí.
Con
cuatro camas armaron el ring y pusieron en el suelo una colcha para amortiguar
el ruido, porque en las semanas y meses que duró el Ejercicio, el celador
Gielty no quiso que dejara de ser un secreto. Después el Gato se paró en su
rincón, alto, suelto, indolente casi, y el celador Gielty le preguntó si
conocía las reglas, y el Gato dijo que Sí, que conocía las reglas, y el celador
se volvió al otro rincón donde Collins preguntó si podía pegarle en la cara, y
todos volvieron a reír pero el celador Gielty se mordió el labio y dijo que Si,
que podía pegarle al Gato en la cara, y dijo Listos, y dijo Adelante.
Los diez
chicos que rodeaban el cuadrado sintieron que sus propios músculos se movían,
pies clavados al suelo, brazos a la altura del pecho, mientras la sangre
saltaba como un caballo, y todo ese movimiento estático iba dirigido contra el
Gato, su fría cara detestable, queriendo machacarla y destruirla. De modo que
nadie se extrañó cuando semejante carga de participación en el destino de
Collins, impulso sólido hecho quizá del alma de O’Grady y de Malone y de todas
las almas menores circundantes, se arrojó hacia adelante golpeando con furor.
Pero aún esos gloriosos espíritus naufragaron en la simple elegancia de estilo
con que el Gato paró cada atormentado golpe, la rapidez con que plegó su largo
cuerpo, se agachó bajo los brazos de Collins y apareció intacto a sus espaldas.
El pueblo exhaló en asombro el aire contenido en esperanza. El Gato sonreía,
parte izquierda de la cara solamente, aventura del labio que parecía llegar
hasta el ojo, mientras la mitad derecha seguía de madera.
—Round de
Collins —apuró el celador Gielty, y— Un minuto de descanso ——mientras
desaparecía tras las sábanas que amurallaban su cama, regresaba con una toalla
alrededor de los hombros.
¿Quería
el Gato pegarle a Collins? La respuesta siempre fue dudosa, sobre todo para él
que nunca se hizo la pregunta. Pero cuando en el segundo round Collins volvió a
atacar y los demás empezaron a abuchearlo, el Gato dejó de sonreír. Fue
entonces que la voz de Gielty llegó a él y solamente a él, en un sordo ladrido:
—Pégale,
Gato —y cuando éste miró de soslayo al rincón de donde venía la orden, el
pequeño Collins, ya jadeante, acertó con su única trompada de suerte en la
oreja del Gato, que en el acto ya no estaba allí sino a dos pasos de distancia,
aunque volviendo, ligeramente agazapado, y entonces escuchó por segunda vez la
sofocada orden: —¡Pégale!
El Gato
cambió de paso, y aun en el tumulto del clamorear del público, sacó la mano
derecha, que hasta entonces había mantenido bajo la mandíbula. No fue una
trompada, fue un latigazo, tan instantáneo que nadie vio regresar la mano a su
punto de partida, a su forma de almohadilla debajo del mentón, pero una mancha
roja empezó a inundar la mejilla de Collins, tardando bochornosamente su tiempo
bajo la mirada general. Ahora el Gato chapoteaba en ira, volvía a golpear y
recuperó sus nudillos tintos en la sangre que había saltado como un surtidor de
la nariz del adversario.
La toalla
mojada cayó en el ring y el celador Gielty dijo que ya bastaba por esa noche,
que el pequeño Collins se había portado muy bien para un principiante y que
después de todo bien podría salvar su alma si aprendía a no bajar la guardia ni
arrastrar los pies, cosa que el chico creyó a medias mientras dos de los
mayores lo llevaban lagrimeando al lavatorio, y aun la comunidad pareció
creerlo y empezó a volcar consejo en sus oídos sobre la forma en que había que
pelear al Gato. Al día siguiente Malone se ofreció a enseñarle en los recreos,
y después intervino Rositer que era del dormitorio grande: la esperanza de sus
partidarios había crecido mucho cuando tres días más tarde el celador Gielty
convocó a un nuevo Ejercicio.
El Gato
ya no estaba enojado esa noche, sino juguetón y tolerante. Collins veía ante él
su cara desnuda, a veces muy cercana, casi tocando la suya, moviéndose como un
reflejo en el agua, cinco pulgadas más arriba o más abajo de donde acababa de
estar. Cada largo intervalo el Gato descargaba un solo swing bajo o un cross, ya
no contra su nariz sino en la parte blanda de los brazos que se iban durmiendo
con un sueño casi placentero, hasta que no pudo alzarlos al nivel de la cintura
y entonces el celador Gielty detuvo la pelea y anunció que su pupilo se había
desenvuelto meritoriamente, aguantando casi cinco rounds sin sangrar en
absoluto, lo que demostraba que ya estaba más fuerte y mejor encaminado para
sobrevivir, siempre que aprendiera a respirar bien y administrar mejor sus
fuerzas.
El día
siguiente, sábado, los ciento treinta irlandeses lavaron y limpiaron sus
cuerpos y sus almas. Después del almuerzo, balde tras balde de pecado empezaron
a volcarse en los dos confesionarios de la capilla donde el padre Gormally
escuchaba con filosófica diversión mientras el padre Keven sentía su úlcera
extender largas patas frente a tanta violencia arrepentida, gorda gula en
cuerpos flacos, viciosos intercambios que la fuerza podía imponer a la
debilidad, la pasión al interés, la belleza al alma de rapiña. Collins se
preguntó si hablaría del Ejercicio y finalmente se abstuvo, de modo que su
confesión resultó muy corta siendo como era demasiado chico y bobo para cargar
con grandes culpas, y cuando las manos del sacerdote lo absolvieron subió al
dormitorio para el baño semanal y encontró a todos esperando.
Se
desvistieron en el frío del invierno que duraba aún, envolvieron en toallas sus
cinturas lampiñas y caminaron a las duchas. Dentro del vientre cálido que más
que ninguna otra cosa le recordaba a su familia, Collins se miró los brazos y vio
los moretones producidos la noche antes por los golpes del Gato. Después oyó la
voz del celador Gielty que venía a lo largo del pasillo asomándose por encima
de cada puerta y diciendo, “¡Lavarse! ¡Lavarse!”, y cuando llegó frente a la
suya el pequeño Collins pensó que el agua se había enfriado de golpe y tapó su
gusanito de sexo mientras el celador lo escrutaba largamente, antes de mover la
cabeza a un lado y a otro, pero lo único que dijo fue ”¡Lavarse! ¡Lavarse!” y
siguió de largo, y entonces el agua volvió a ser caliente, lo que tal vez
obedecía a causas naturales como una canilla que acabara de cerrarse en la
ducha vecina o un repentino golpe de fuego en las calderas.
En la
capilla las últimas heces de culpa caían en los oídos de los confesores que las
dejaban desaguar al río inmemorial que da siete veces la vuelta a la tierra y
sólo ha de venir a la superficie en las postrimerías. Los que bajaban de los
baños olían limpio y pensaban limpio, o más bien habían dejado de pensar hasta
la mañana siguiente para no caer en la tentación, que era su modo normal de
pensar, y formaban en hileras ante la privilegiada cofradía de los lustrabotas
para el postrer embellecimiento de la jornada. Después de la cena los juegos
del patio fueron apacibles, las voces atenuadas. Los suertudos que disponían de
algunas monedas acudieron a la despensa donde el sacristán Brown vendía por
cinco centavos chocolatines delgados como suspiros, los dividieron entre los
amigos con una generosidad que no figuraba en los días comunes y cuando Murphy
el Pajero encontró debajo de la etiqueta roja al famoso Pez Torpedo, nadie se
abalanzó sobre él para quitárselo como habrían hecho un lunes o un jueves, sino
que el propio Dolan sobre quien seguía encaramada el Aguila del mando le
ofreció una escolta personal que rodeó a Murphy el Pajero y su preciosa
figurita mientras se pavoneaba entre los claustros.
Sonó la
campana convocando a la última hora de estudio antes de la bendición. Los
sábados estaban consagrados a lecturas espirituales donde se turnaban
sacerdotes y maestros pero en las que el celador Gielty, siendo uno de los
hombres más doctos del Colegio y acaso una promesa de la teología o de la
ciencia, descollaba. De modo que esa noche cuando todos estuvieron sentados en
el aula magna, el celador Gielty se alzó en la tarima, pelo rojo brillando y
bigote rojo brillando, y con un mundo de fijeza en la cara transfigurada,
anunció que hablaría sobre Las Partes del Ojo.
¿Quién
podría olvidar lo que dijo? Cualquiera, porque no había allí terreno fértil
para la verdad, sino un tropel de chicos somnolientos, colmados de la Gracia
obtenida en confesión, hostiles a cualquier cosa que amenazara el sentimiento
de seguridad y autojusticia que habían conquistado. El celador Gielty, sin
embargo, habló con la certeza de la Revelación, empezando por elementos simples
como la luz y los variados artificios que permiten percibirla a los seres más
rudimentarios, plantas y flores como el girasol o el tallo tierno de la avena
que tiene en la punta una mancha amarilla que es en rigor un ojo.
Después
se internó libremente en los reinos vulgares de la Naturaleza donde el ojo se
hacía cada vez más sutil y complicado, desde la piel sensible del gusano hasta
la visión mosaica de los insectos hasta la primera imagen que tembló como una
gota de agua dentro de la cabeza de un molusco. Y se hundió en las
profundidades del mar y las arenas del tiempo donde descansaban los ojos más
antiguos del mundo hechos de hueso transparente; encontró los peces
telescopios, pupilas que miraban sólo para adentro y ojos que ardían al mirar
durando apenas un segundo, piedras que veían y extraños seres de mirada curva
con párpados de espinas que nunca se cerraban, ojos copulantes y ojos que veían
el pasado o medusas que comían con la vista, ojos en bolsas y bolsillos y ojos
que escuchaban, retinas donde el día era noche impenetrable y la noche cegadora
luz, sin olvidar la pupila que lleva su linterna propia ni el ojo líquido
derramado de su fosa que volvía como gotas de mercurio con la memoria de las
cosas visitadas o no volvía nunca y rueda todavía por ahí colmado de las
escenas capturadas milenios atrás, ni la retina cubierta de piel que sólo a sí
misma se contempla ni el ojo pineal de la lamprea o el profético ojo del
nautilo.
Después
se remontó a los reinos intermedios donde el ojo se trascendía a sí mismo
deviniendo voluntad de conocer, y quiso explicar el portento de la primera
imagen que ya no quedaba en él sino que viajaba al cerebro, milagrosa
transformación de lo material en inmaterial, punto de nacida del alma donde
hasta un mono ciego era a su modo un facsímil de Dios construido en torno a la
intención de ver (¿qué era Dios al fin, sino el mundo vidente y visto?) y
cuando por último entró en la esfera visualmente superior de los ángeles y las
aves de presa, antes de recaer en el hombre y Las Partes del Ojo, que era
adonde quería llegar y el tema central de su conferencia, el tiempo se había
terminado y gran parte de sus oyentes dormían con sus propios ojos abiertos, y
los que no se durmieron apilaban montones de evidencia, palabra sobre estulta
palabra, en torno a la ahora firme leyenda de la locura del celador Gielty, que
el Gato podía desdeñar —porque en su opinión locos eran todos— pero que terminó
por lacrar en Collins la conciencia del terror: fue entonces cuando se le
ocurrió la grandiosa idea de la salvación a través de su tío Malcolm.
El
celador Gielty no dejó que las consideraciones filosóficas turbaran el negocio
práctico del Ejercicio, que fue debidamente anunciado y ejecutado dos a tres
días más tarde y prosiguió en adelante con una lógica que el pequeño Collins
sólo podía comprender al revés porque contradecía el recóndito deseo de su
corazón, llamándolo a pelear cuando más quería que lo dejaran tranquilo,
dejándolo tranquilo cuando realmente había dejado de importarle.
En los
habitantes del segregado dormitorio, toda esperanza al principio construida
sobre Collins estaba muerta. El chico no tenía médula, reflejos, voluntad de
pelear, nada salvo una especie de femenil pudor que le impedía acusar a su
verdugo, aceptar ayuda de los otros y aun mostrar las marcas de su cuerpo.
Volvía a su cama donde lloraba desesperado llanto debajo de su almohada,
acariciando cada alfilerazo de dolor y de vergüenza, cada huella violenta de la
piel hinchada donde el Gato había golpeado y vuelto a golpear.
A
principios de setiembre puso dos tiras de papel secante debajo de las plantas
de sus pies, por la noche en el rosario ardía, a la mañana siguiente no se
levantaba, por la tarde lo llevaron a la enfermería donde deliró: el tío
Malcolm se le aparecía limpio, fuerte y vengativo, pleno de cólera y de amor,
que eran una misma y sola cosa que el pequeño Collins no entendió en seguida
pero que le daba un raro sentimiento de seguridad y de consuelo, y cuando despertó
al día siguiente la carta al tío Malcolm ya estaba escrita en su cabeza toda
entera y no tuvo más que pedir a O’Grady que furtivamente acudía a visitarlo,
lápiz y papel: sentarse en la cama a escribir la carta que el sueño le dictaba,
y entonces escribió:
Mi
querido tío Malcolm, dondequiera que estés, te mando esta carta a mi casa en tu
nombre, y espero que al recibirla estés bien, como yo no estoy, y sinceramente
espero, mi querido tío Malcolm, que vengas a salvarme del celador Gielty, que
está loco y quiere que me muera, aunque yo no lo hice nada, te lo juro mi
querido tío Malcolm. Así que si vas a venir, por favor decile que yo no quiero
pelear más en el dormitorio con el Gato, como él quiere que pelee, y que yo no
quiero que el Gato vuelva a pegarme, y si el Gato vuelve a pegarme creo que me
voy a morir, mi querido tío Malcolm, así que por favor y por favor no te dejes
de venir, te lo pide tu sobrino que te quiere y que te admira atentamente.
No era
ésta una carta ordinaria como las que todos escribían el primero de cada mes
con el objeto de decirte mi adorada mamá que estoy muy bien gracias a Dios, y
con el objeto de decirte mi estimado padre que mis estudios van muy bien con la
ayuda de la Virgen, y con el objeto de decirte mi apreciado hermano que la
comida es muy buena y que los domingos nos dan budín de pan, y con el objeto de
decirte mi querido perro Dick que estoy muy bien a Dios gracias aunque siempre
sueño con vos: todo lo cual era certificado desde sus tarimas por el padre Ham
Fagan y el padre Ham y el padre Gormally, y quién mejor que ellos para
certificar tales cosas, elogiar a quienes podían descubrir una nueva vuelta de
optimismo, cierto color de indudada felicidad, o reprimir a los que por pura
distracción se mostraban tibios en el relato de sus propias vidas. No. Era más
bien subversiva y anómala, que necesitaba para circular subversivos y anómalos
canales, y ésta era la misión de la liga Shamrock, de la que Collins ignoraba
casi todo, salvo que existía y que para algunos Shamrock significaba trébol
cuando para otros quería decir algo así como carajo.
La Liga
jamás había contado a Collins como miembro, ni su suerte le importaba mucho,
ocupada como estaba en contrabandear a beneficio de su propia jerarquía
cantidades de ginebra, cigarrillos y apuestas de quiniela, y aun contando para
las mayores citas en el pueblo con eladas mujeres que acudían a la capilla del
Colegio a oír misa los domingos. Pero la conducta y locura del celador Gielty
eran ya una ofensa para todos, y es posible que alguna de sus bofetadas,
arranques insensatos de furor, sarcasmos que escaldaban el alma, hubieran
afectado a miembros verdaderos de la Liga. De modo que el mensaje del pequeño
Collins ascendió escalón por escalón donde nadie sabía si el próximo escalón
era un trébol o un carajo pero donde todos sabían que el mensaje iba subiendo
hasta que llegó al nivel más alto en que se escapaba a la censura y se iba por
correo expreso.
El
celador Gielty estaba preocupado. Sabía naturalmente que el Ejercicio era cruel
y casi intolerable para Collins, pero había visto la crueldad inscripta en cada
callejón de lo creado como la rúbrica personal de Dios: la araña matando la
mosca, la avispa matando la araña, el hombre matando todo lo que se ponía a su
alcance, el mundo un gigantesco matadero hecho a Su imagen y semejanza,
generaciones encumbrándose y cayendo sin utilidad, sin propósito, sin vestigio
de inmortalidad surgiendo en parte alguna, ni una sola justificación del sangriento
simulacro. ¿Podía permitir que el pequeño Collins se enfrentara solo, con su
caníbal tiempo? No. ¿Pero no estaba yendo demasiado lejos, precipitando lo que
quería evitar? Una y otra vez se rezagó en la capilla después de la misa o el
rosario, buscando una respuesta, sintiendo que su cerebro ardía más que nunca,
perdiendo cada cosa que ganaba porque cada cosa comprendida significaba un
pedacito de sí mismo que se disipaba en una incandescente partícula: hasta que
oyó una voz que le ordenaba seguir adelante y darse prisa en salvar a Collins,
porque alguien venía desde el horizonte del tiempo a detenerlo. Y así fue como
Malcolm entró en su cabeza, casi al mismo tiempo que en la cabeza de Collins.
El chico
había tenido suerte. El viejo doctor que vino del pueblo a revisarlo
diagnosticó una especie de influenza virulenta. Una semana de reposo en la
enfermería significaba, por lo general, total soledad y aburrimiento, ver los
días que entraban y salían por la ventana interrumpidos solamente por el
enfermero que llegaba con la aguachenta taza de té o el plato de sopa
desmayada, pero Collins admitió que se le estaba dando un respiro, y no tenia
apuro por sanar aunque mejoraba casi insensiblemente: los moretones de sus
brazos se volvieron grises, al fin amarillos y el calor y el sudor huyeron de
su cuerpo, dejándolo fresco y apacible cuando volvió el doctor, le acarició el
pelo, dijo:
—Ya estás
bien, muchacho, el lunes puedes levantarte.
Esto
sucedió un sábado.
Así que
el lunes se levantó, algo tembloroso sobre sus piernas, y cuando los otros
chicos lo vieron en el patio acudieron a saludarlo y a conversar con él, todos
muy amables, le estrecharon la mano y uno que se llamaba Brennan, a quien
apenas conocía, le apretó la mano más fuerte que los otros y cuando retiró la
suya había un pedacito de papel sin sobre:
Y ésa era
la carta del tío Malcolm.
Que decía
simplemente: ”El domingo iré, trompearé al celador Gielty hasta la muerte”.
Y así fue
como el pueblo empezó a prepararse para la batalla y a medida que la semana se
iba inflando despacito como un globo, llenándose de expectativa, se vio lo
grande que iba a ser esa batalla.
Malcolm,
en la versión inicial de Collins, era un hombre más bien alto y rubio, de unos
treinta años, rientes ojos verdes, sombrero de ala ancha y un bastón que
blandía con despreocupada gracia: así fue representado en los toscos dibujos
que empezaron a surgir sobre hojas de canson o cuaderno. Sutiles cambios
aparecieron el segundo día de la espera: Malcolm era ya decididamente alto,
impersonal, la sonrisa se había convertido en mueca irónica mientras el celador
Gielty se reducía a un pigmeo que sollozaba abyectamente en su presencia.
Estos,
sin embargo, no era más que contornos, límites vacíos. Collins se sintió
llamado a colmarlos, cada vez con mayor apremio, y no tuvo dificultad en
recordar la naturaleza feliz de Malcolm, su fortuna con las mujeres, sus
aventuras en cuatro rincones del mundo, En la mañana del tercer día se supo que
Malcolm había sido un héroe en la guerra del Chaco o de España, donde fue
condecorado por el presidente de Bolivia o por el general Miaja, pero lo que
realmente importaba era que él sólo liquidó a diez enemigos, si no eran quince,
y que al último lo mató con la culata del fusil descargado antes de volver
herido y sediento para desplomarse a los pies del comandante en jefe que sobre
el campo de batalla lo ascendió a coronel, o tal vez a capitán.
Los
retratos de Malcolm eran ya más grandes, acercándose al punto en que se
convertirían en afiches. Este proceso, aunque espontáneo, surgido de la entraña
de la gente, tuvo sus tropiezos antes de asumir la forma grandiosa que
finalmente tuvo. Cuando al promediar el cuarto día, por ejemplo, se supo que
Malcolm había sido campeón juvenil de boxeo, que llegó a pelear con Justo Suárez
y que únicamente el destructivo amor de una actriz de cine le impidió obtener
el cetro mundial, fue casi irresistible la tentación de pintarlo con
pantaloncitos y guantes de box, los biceps como bochas, la cintura más angosta
y el tórax mas ancho, tatuado con una mujer rubia y tetona.
Prevaleció
sin embargo el buen sentido artístico, y la imagen final adoptada por el
sentimiento colectivo mostraba un Malcolm que a pesar de cada embellecido
detalle se parecía a la versión original: sobriamente vestido con un traje de
corte más bien inglés, la mano derecha curvada en torno al puño del bastón, el
dorso de la izquierda apoyado en la cintura que adelantaba medio paso al pie,
el sombrero y la cara arrojados para atrás en un gesto seductor de optimismo y
desafío. Cuando se llegó a esta condensación, el tiempo ya era pobre para
cortar grandes rectángulos de cartulina y de sábanas robadas, hervir en agua o
disolver en alcohol las tapas rojas de la gramática, verdes del catecismo,
azules del libro de lectura, obtener en el campo una raíz que secada era un
pigmento amarillo y unas bayas que daban el índigo, pintar la figura y exclamar
al pie de cien pendones: ¡Viva Malcolm!, o, simplemente, MALCOLM.
El
celador Gielty no había reanudado el Ejercicio. Sentía el temor de la gente
esfumarse, la hostilidad crecer como una marea y asumir formas cada vez más
abiertas: conversaciones interrumpidas, marchas militares de ambiguo
estribillo, inscripciones en paredes, la cruda pantomima que una y otra vez
representó ante sus ojos la derrota de un impostor o un payaso, encarnado por
Murtagh, frente a un héroe sin mancha en el que todos querían turnarse.
Dudaba.
Su cubículo de sábanas permaneció iluminado noches tras noche. Se murmuraba que
leía y releía el libro negro, el libro rojo, y en una ocasión, antes del alba,
un testigo oyó su voz profiriendo un torrente de terrible y sofocada
obscenidad. A medida que el tiempo se acercaba, emergía de su muralla un poco
más febril y consumido, con un sedimento de barro en el fondo de los ojos, y
hasta las puntas de los bigotes levemente caídas.
Todo esto
alentó inmensamente a la comunidad. Ahora nadie dudaba el resultado del
combate, pero todos querían que fuera además una fiesta y en esos enloquecidos
preparativos se fue la semana sin que nadie estudiara una línea, cosa que
inquietó mucho a sacerdotes y maestros que veían el Colegio sustraído al flujo
regular de las cosas, transportado en una nube de excitación, sin poder
descubrir el motivo que no fue traicionado ni siquiera en el secreto del
confesionario.
Si hubo
una mancha en ese panorama, pasó inadvertida. El viernes por la noche los
mayores quisieron oír la opinión de Pata Santa Walker, que fue dada en la
oscuridad de la leñera ante un círculo de atentos cigarrillos. Pata Santa,
acuclillado, meditó largamente, como si sus famosos poderes estuvieran
sometidos a prueba.
—Está
viniendo —murmuró al fin y bajó la frente casi hasta tocar su enorme botín de
madera, oír en la vibración del suelo el paso anunciado.
Los
puchos respiraron desengaño, porque quién no sabía que Malcolm estaba viniendo,
y hubo una pausa de nuevo muy larga, a cuyo término Pata Santa reveló su cara
adusta y afilada, agregando esa única frase:
—No
vendrá de gusto, cuyo sentido fue soplado como una vela navegante en dirección
favorable por el ruido de la campana que llamaba al estudio en el aula donde
Pata Santa ocupó su banco, que era el último, y nadie vio las dos lágrimas que
rodaron de pronto, una de cada ojo, sobre la página más aburrida de su
gramática.
¿Qué fue
el sábado? Un pasaje, un suspiro, un destello, una hojita podrida del tiempo
que cayó por la noche cuando el celador Gielty bajó a la capilla mientras en
los dormitorios la gente pronunciaba su propia plegaria: ”Mañana Malcolm
vendrá, trompeará al celador Gielty hasta la muerte”. Sobre esta certeza
durmieron.
Llegó al
fin ese día, y a la hora en que el sol de costumbre brillaba en los vidrios, el
sol del domingo encontró cien caras despiertas mirando el camino, la tranquera
y el parque, y un centenar de estandartes bajaron de las altas ventanas.
La
primavera había venido y muerto, regresado, vencido: tempranas rosas
centelleaban entre las araucarias, chingolos saltaban sobre el pasto mojado,
retumbaba un tren, mujeres acudían a la misa, el mundo se desnudaba en pliegue
y repliegue de arboleda, campo, paz, sobre la que se estrellaron las primeras
campanas.
Formaron,
bajaron, entraron en la capilla donde lo primero que vieron fue el celador
Gielty, todavía acurrucado en un banco del fondo, moviendo los labios descoloridos,
los ojos clavados en nada. El padre Fagan salió en su caparazón de oro y su
cortejo de púrpura.
Mientras
duró la misa no hubo noticias de los cuatro centinelas que arriba atisbaban el
primer signo de Malcolm. Tras el desayuno una décima parte de la población se
turnó en las guardias, y antes de las nueve se supo que un bulto negro avanzaba
por el camino: minutos después era la madre de O’Neill, que acudía a visitarlo
el único día de visita, y apenas O’Neill fue a la rectoría a recibir su dádiva
de lágrimas y besos con quizá un frasco de miel, caramelos, cualquier otra
ternura que la pobreza, la viudez, el cansado amor podían permitirse, el gran
ómnibus rojo de la ciudad chirrió en el macadam, una figura bajó del estribo, y
no era Malcolm sino el padre de Murphy el Pajero, que debía ser tan pajero como
él, aunque lo que era, era en realidad un viejo triste y tembleque con un
tortuoso chambergo y un chaleco raído que se quedó espiando a un lado y otro
del camino antes de abrir la tranquera.
La
tardanza de Malcolm planteaba ahora la posibilidad de que el padre Ham o el
padre Keven salieran a dar un paseo entre los grupos familiares que empezaban a
sentarse en el pasto, abrir sus paquetes, comer pan y salame, cambiando
nostalgias y esperanzas. Se ordenó esconder las insignias, cada una debajo de
su almohada al pie de cada ventana. Este movimiento, ejecutado a las diez,
debió ser pero no fue motivo de aflicción porque nada podía sacudir la fe de la
gente, sobre todo cuando Collins admitió que su tío nunca se levantaba
temprano, y que bien podía llegar una hora más tarde que un madrugador.
A las
once, nadie cejaba: más bien empezaron a preguntarse dónde andaba Malcolm
cuando escribió su mensaje a Collins, en qué remoto campo de batalla, qué
ciudad china, qué llanura ártica y, en ese caso, cómo podían reprocharle que
demorase un poco.
La mitad
de los pupilos estaban en el parque, la otra mitad asomados a las ventanas. Un
puntito colorado apareció lejos en el cielo, describió un ancho círculo. Al
volver rugía a baja altura, rozaba las puntas de pinos y cipreses, pasaba
aterradoramente sobre los rosales chasqueando las dos alas en el viento y un
hombre se asomaba a la carlinga, tan próximo que todo creyeron ver sus ojos que
sonreían detrás de las enormes antiparras, gritaron ¡Malcolm!, y volvieron a
gritar, y la tercera vez se quedaron mudos con la boca abierta porque el
aeroplano ya estaba lejos y se iba hasta perderse en una línea recta que partía
el corazón. Y ahora sí, el espíritu del pueblo pareció flaquear por primera
vez, el almuerzo transcurrió en silencio, por la tarde se jugó el partido de
fútbol más aburrido en la historia del Colegio, donde hasta Gunning hizo un gol
en contra y el celador Dillon, que estaba a cargo de los deportes, repitió
cinco veces la palabra vergüenza.
Cuando
volvieron al patio quedaban las sobras del domingo. Las últimas visitas
empezaron a decir adiós, los puestos de los centinelas estaban desiertos y ya
nadie creía realmente en la llegada de Malcolm. Hay un momento, en esas tardes
de fines de setiembre, en que el sol entra casi horizontal por las ventanas del
comedor, sale, cruza el patio y echa sobre la pared del este una explosión
anaranjada. Era ese momento el que Pata Santa Walker, armado de una lupa,
estudiaba en aquellos días, y debió ser ese momento el que de golpe captó en su
plenitud, su irrevelado misterio escrito en la pared, porque gritó, y al mirar
a sus espaldas vio que la muchedumbre entera corría hacia las dos esquinas del
patio en un movimiento que nunca fue explicado, se atropellaba en las
escaleras, se clavaba a las ventanas desplegando los estandartes y lanzaba una
sola inmensa exclamación.
Y allí,
frente a todos, junto a la tranquera, estaba Malcolm.
Respondía
con los brazos abiertos al clamor de la multitud, el bastón en una mano, el
sombrero en la otra, y aunque tal vez no fuera tan alto como habían imaginado,
su pelo pareciera demasiado rubio (pero ésa pudo ser una última trampa del sol
de azafrán) y sus ropas no estuvieran recién salidas del sastre ni aun de la
tintorería, cuando se practicaron todos los descuentos necesarios entre los
sueños y los hechos resultaba más satisfactorio que los sueños, porque era
verdadero y caminaba hacia ellos.
El
celador Gielty salió de la capilla.
Los
chicos que lo vieron en escorzo, el paso sonámbulo, el guardapolvo gris y
arrugado, se preguntaron cómo habían podido temerle; esa repentina vergüenza
desató una abrumadora silbatina mientras el celador Gielty avanzaba hacia
Malcolm hasta que se enfrentaron en el centro del parque.
El mundo
estaba muy tranquilo, ni un pájaro cantaba ni una hoja se movía y el silencio
se tornó aplastante en la hilera de altas ventanas donde los ciento treinta
irlandeses se apiñaban, sin que faltara ni siquiera el Gato, y mucho menos
Collins en un sitial de privilegio sobre el retrato más grande de Malcolm,
multiplicado en una fantástica selva de banderas, gallardetes y caricaturas de
último momento.
Malcolm
depositó en el pasto el sombrero y el bastón, se quitó el saco, lo plegó
cuidadosamente y lo dejó también. En un gesto lleno de nobleza adelantó un paso
tendiendo la mano al adversario antes del combate.
Pero el
celador Gielty simplemente se escupió los nudillos y se puso en guardia.
Atacó,
lanzando dos golpes a la zona alta, y cuando Malcolm bloqueó el más peligroso,
eludió el segundo con un movimiento muy sobrio de la cabeza, se oyó la primera
ovación y las banderas ondearon. Gielty arremetió de nuevo, encorvando la
espalda y de pronto se vio lo poderosa que era esa espalda, cómo se hinchaba al
descargar un puñetazo. Pero Malcolm tornó a esquivar con facilidad y mientras
giraba a su alrededor en un círculo muy estrecho desplegó esos primeros toques
de arte que tanto alegraron el corazón de los entendidos: sus pies se movían
como si cantaran. Y ahora el poderoso y rítmico coro se alzó de las tribunas:
¡Malcolm! ¡Malcolm!
¿Fue eso
lo que irritó a Gielty, precipitándolo a una furiosa embestida? Malcolm ya no
podía eludir sin responder, y lo hizo con un cross que sonó redondo y hueco en
la cara de Gielty, y mientras el clamor arreciaba, lo frenó con un swing al
cuerpo que extenuó cada garganta, inflamó cada estandarte.
¡Oscuro,
insomne, empecinado Gielty! Una vez más escupió en sus nudillos, una vez más
hundió la cabeza entre los hombros y echó para adelante, en su guardapolvo
gris, su apostura desgraciada, su fe santa y asesina. La combinación que lo
recibió tuvo tal belleza en su impresionante rapidez que sólo con dificultad
pudo un intelecto ajeno reconstruirla o creerla, y más tarde se discutió mucho
si fue un jab, un hook y un uno-dos, o sólo el jab y el uno-dos, pero el
resultado estaba a la vista y regocijo general, aquel hombre acérrimo frenado
como un toro por la maza, en el centro del parque, jadeando hondamente y bamboleándose
contra las oscuras araucarias, el sol poniente y el perfume cercano de la
noche. Y cuando esta cosa tremenda sucedió, el corazón del pueblo empezó a
arder en una ancha, arrasadora, omnipotente conflagración que sacudió toda la
hilera de ventanas hamacándola de parte a parte, el amigo abrazando al enemigo,
la autoridad festejando al hombre común, el individuo fundiéndose en
sentimiento general mientras Collins era besado y el Gato refractario se
retiraba a una segunda línea desde donde aún podía ver sin perjuicio de
escapar.
Y cuando
Malcolm, Malcolm, se sintió confrontado con esta demostración, qué otra cosa
podía hacer, qué habría hecho cualquiera sino abrir los brazos para recibirla y
guardarla hasta su vieja y gloriosa edad, saludando a la derecha, y saludando a
la izquierda y saludando especialmente al centro, donde vos estabas, mi querido
sobrino Collins, por quien vine de tan lejos. Y esto refutaba acaso para
siempre la pregunta que semanas más tarde formularía Geraghty: ¿qué necesidad
tenía de saludar?
Entretanto
hubo alguno que no quiso sobrevivir a una culminación, que experimentó ese
instantáneo deseo de la muerte inseparable de la extrema dicha y cayó ocho
metros desde una ventana agitándose en alegría sobre unos matorrales donde no
murió. Se llamaba Cummings.
Allí
acabó la felicidad, tan buena mientras duraba, tan parecida al pan, al vino y
al amor. Recuperado Gielty sacudió al saludante Malcolm con un mazazo al
hígado, y mientras Malcolm se doblaba tras una mueca de sorpresa y de dolor, el
pueblo aprendió, y mientras Gielty lo arrastraba en la punta de sus puños como
en los cuernos de un toro, el pueblo aprendió que estaba solo, y cuando los
puñetazos que sonaban en la tarde abrieron una llaga incurable en la memoria,
el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su
propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza,
mientras un último golpe lanzaba al querido tío Malcolm del otro lado de la
cerca donde permaneció insensible y un héroe en la mitad del camino.
Entonces
el celador Gielty volvió, y con la primera sombra de la noche en los ojos, miró
una sola vez la hilera de caras majestuosamente calladas y de banderas muertas,
se persignó y entró rápido.